Madrid se prepara ahora mismo para ser el campo de batalla en el que se enfrenten las dos grandes religiones monoteístas de nuestro tiempo: los ‘indignados’ y los ‘iluminados’, jóvenes de todas las edades separados por sus respectivas fes ciegas en que hay otro mundo posible y otro más inevitable.
El infundado entusiasmo que derrochan ambas filas conspira contra su futuro. Cada vez que veo imágenes de acampados me entretengo intentando adivinar cuál de ellos acabará dirigiendo una gran empresa y cuál llegará a ministro del Interior.
En cuanto a la Jornada Mundial de la Juventud, que como su propio nombre indica durará cinco días, reunirá a los mejores católicos madrileños y en conjunto, conformará una variopinta representación de ancianos tipo Benjamin Button, el acto constituye un desastre para la prédica católica. Igual que fumarse un porro no significa que estés condenado a acabar saliendo sin dentadura en ‘Callejeros’, acudir a la JMJ no llenará los domingos las iglesias geriátricas, qué decir de los desérticos seminarios. Antes bien, será considerado una razón inapelable a la hora de excusar la asistencia al templo el resto del año.
La Iglesia no necesita santurrones de veinte años, sino una juventud disipada. El camino de perfección empieza en el pecado y termina en la beatitud. No hay cristiano más robusto que el cristiano renacido y para llegar a serlo, primero hay que entregarse al vicio.
Si el camino se emprende al revés, los próximos papas se encontrarán en Cuatro Vientos con una nueva multitud de jóvenes, sí, pero sin recursos económicos porque la vida tiende a bascular entre lo que eres a los veinte años y lo que ya no volverás a ser a los cuarenta.
En cuanto a los antidisturbios que tan aguerridos se muestran a la hora de desalojar a los inofensivos ‘indignados’, habrá que ver si mantienen el temple cuando se acerque hacia ellos una multitud entonando a los sones de las guitarritas “el Señor hizo en mí maravillas” y otros temazos de su espeluznante repertorio. Ahí les quiero ver.