Diez años después de que irrumpiera en el supermercado ideológico para competir con las diversas versiones del artefacto inventado por Sabino Arana, el patriotismo constitucional yace en una esquina, convertido en herrumbe, a la espera de que alguna banda organizada se digne a llevárselo a la chaterrería para venderlo a peso.
Aquella ocurrencia ideológica ha sucumbido víctima de un doble ataque: en lo patriótico, a manos de dos potencias extranjeras -Francia y Alemania-; en lo constitucional, mediante un procedimiento de reforma express, que ahorra en referendos y otros engorros de procedimiento, y que se antoja la versión laica de la anulación matrimonial ante el juzgado de La Rota.
Se dirá que la reforma en curso afecta a asuntos menores. Cierto. Los mercados aún nos conceden el privilegio de soportar la Monarquía, única institución del estado que vio venir la crisis y actuó en consecuencia, aplicando un severo ajuste en su gasto corriente, mediante la aplicación de un ERE a Marichalar.
Sin embargo, el decisión de fijar un límite al endeudamiento de las comunidad autónomas es un ataque frontal al espíritu español, símbolo de permanencia de la patria. Al fin y al cabo, vivir por encima de nuestras posiblidades, gastando más de lo que se ingresa, constituye una símbolo de identidad nacional desde, por lo menos, el reinado de los Reyes Católicos.
A grandes rasgos, la situación es la siguiente: el país no tiene crédito, el PSOE está desacreditado y el PP vive a cuenta. España no se rompe, tan sólo se desintegra. Ya sólo falta que nuestros millonarios -a día de hoy, la principal fuerza separatista del país-, realicen un gesto supremo de desafección, pidiendo que les suban los impuestos, por ejemplo.