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Alberto Moyano

El jukebox

Por unos bares libres de cucamonas

Primero expulsaron a los fumadores a la calle, pero ahora surge el escándalo si un par de hosteleros –bilbaínos, por supuesto– deciden prohibir la entrada de niños en sus establecimientos.

Es comprensible que cualquier intento de hacer que unos padres comprendan que sus hijos son intrínsecamente molestos en según qué lugares corre el riesgo de ser malinterpretado y leído en clave de impertinencia. No obstante, alguien tendrá que decírselo.

Hemos asumido con estoica resignación la mortificante necesidad de compartir espacio con estas criaturas silvestres en autobuses, playas, comercios especializados y calles peatonalizadas, pero infringirnos a los hijos ajenos también en los bares quizás sea llevar las cosas demasiado lejos. 

Uno no se da cuenta de que se ha convertido en adulto hasta que le toca soportar a los vástagos de los demás, a la espera de que la autoridad competente nos exija hacernos con unos propios. Cuando Sartre proclamó con enorme lucidez que “el infierno son los otros”, olvidó añadir “y sus hijos, no digamos”.

La infancia es una especie invasiva. Una vez implantada en un bar, acaba por condicionar la decoración, el ambiente, la música y el interiorismo.  La presencia de un único pero absorbente menor en cualquier encuentro desenfadado, por multitudinario que éste sea, tiende a acaparar atención de los presentes en régimen de exclusiva. Esto se traduce en una notable regresión en la edad mental de los presentes, que acabarán entregados a un interminable carrusel de cucamonas, copa en mano, un espectáculo estéticamente degradante, moralmente demoledor.

Además, los niños y los borrachos siempre dicen las verdades. Por separado, pueden resultar insoportables, pero cuando se junta tanta sinceridad en tan poco espacio termina por estallar el conflicto. No hay experiencia más devastadora desde el punto de vista anímico que estar relajándote delante de una cerveza y que venga una inocente criatura a recordarte, una vez más, que los reyes magos son los padres.

Por otra parte, la gente no saca a sus hijos a la calle en vano, sino con oscuras intenciones, bien sea foguearlos a costa de los demás con el objetivo de devolverlos rendidos a la cama, bien sea para colocarlos a modo de barricada ante la barra, de forma que forma que los progenitores puedan entregarse felizmente a la ingesta de pintxos.

Dicho lo cual, uno no es nada dogmático. Estaría dispuesto a pactar el acceso de los niños a ciertos bares, pero siempre y cuando se vete el acceso a los padres, que deberán quedarse esperando en la zona que conocemos como ‘smoking area’, vulgo, la puta calle.


agosto 2011
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