Sostengo que se fumarían muchos menos porros si los dispensaran en los estancos. La comparecencia de ayer del presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, en la sala Ernest Lluch del Congreso de los Diputados, de hecho tan soporífera como el hachís, adquirió de pronto el deslumbrante brillo de lo prohibido, merced a la decisión del presidente de la Cámara de privar a los periodistas y a la ciudadanía en general del amodorrante diagnóstico del eurócrata y que se puede resumir en la original idea de que las draconianas medidas económicas darán resultado precisamente gracias a su condición draconiana.

La historia reciente de España se condensa en el tramo temporal que va de la entrada en el Congreso de Tejero, pistola en mano, a la de Draghi, entre inhibidores de frecuencia. El ‘elefante blanco’ por fin llegó a la Cámara Baja, bien es cierto que con treinta y dos años de retraso sobre el horario previsto por la organización. No sólo se suicidan los desahuciados, también lo hacen las instituciones democráticas, y por las mismas razones: la imposibilidad de afrontar sus hipotecas. La diferencia estriba en que los primeros generan un gran estrépito al caer, mientras que las segundas se derrumban poco a poco, en medio de un gran sigilo.

Así, el Congreso de los Diputados se ha convertido en una especie de ‘habitación del pánico’. Cada vez que un alto cargo público proclama la imperiosa necesidad de acercar la política a los ciudadanos, alguien cierra por dentro la democracia con dos vueltas de llave mientras se procede a la instalación del pertinente vallado. El blindaje del Congreso no tiene por objeto evitar que la política se acerque a los ciudadanos, sino impedir que los ciudadanos accedan a la política. Cada vez que votamos elegimos a nuestro representante vicario en la ‘habitación del pánico’ que nos representa a todos. Y cuando digo ‘representa a todos’ no me refiero a la habitación, sino al pánico.