Dicen quienes han leído la transcripción de los interrogatorios a los que fue sometido Javier Rupérez durante el mes que permaneció secuestrado por ETA, que en un momento dado, el entonces dirigente de UCD contesta a la enésima pregunta con un ambiguo “¡es terrible!”. Y añaden que la exclamación parece ser más la expresión espontánea de un enorme hastío general que una respuesta concreta. Dentro de unos años, cuando todo esto haya acabado, las cámaras de La Sexta nos pararán por la calle para preguntarnos: “¿Recuerda usted dónde estaba el día en el que ETA anunció que había ‘culminado ya el desmantelamiento de sus estructuras logísticas y operativas derivadas de la práctica de la lucha armada?’ A lo que responderemos unánimemente de la única forma posible: “Perfectamente. ¿Me puede repetir la pregunta?” Desde que ETA anunció el cese definitivo de su actividad armada, vamos para tres años, cómo pasa el tiempo, ya hemos perdido incluso la esperanza de que nos proporcione una experiencia inolvidable, dado que adentrarse en la lectura de sus comunicados supone abrir una puerta a la aventura: es preciso coger aire cuando uno sabe cómo arrancará la frase pero nunca cómo, y sobre todo cuándo, acabará. De caer en Selectividad el análisis sintáctico de sus exuberantes reflexiones, las consecuencias serían devastadoras para generaciones enteras de estudiantes.
Hubo un tiempo en el que Euskadiko Ezkerra instó a la población en general y a la clase política en particular a actuar como si ETA no existiera, y la ocurrencia se saldó con un sonoro batacazo. Ahora nos encontramos en la situación inversa y hemos de simular que ETA aún existe, cuando es obvio que entró en coma sin redactar el testamento vital y cuando por fin se puso manos a la obra, había transcurrido un cierto tiempo desde el óbito y ya no se le entiende bien lo que dice. Leer a ETA empieza a parecerse a jugar con la ouija. Rara vez el muerto tiene la oportunidad de dictar sus últimas voluntades de cuerpo presente y viva voz, pero dado que en estos casos el tiempo apremia, debería volcar sus últimas energías en realizar un esfuerzo de síntesis, de forma que los menguantes huecos que aún consigue hacerse en los medios de comunicación tuvieran un contenido inteligible, so pena de acabar en las páginas de pasatiempos, junto al resto de las adivinanzas. Por lo demás, asombra que, entre “tener razón” y tener aliados, quienes habrían de comunicar al finado su fallecimiento y dar digna sepultura a su cadáver, continúen empecinados en optar siempre por la primera opción. Y al final, van a faltar voluntarios dispuestos a prestar sus hombros para portar el féretro.