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Alberto Moyano

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Álex de la Iglesia: primera temporada completa

Álex de la Iglesia nació para dirigir películas y para dimitir como mediador. Si hubiera trabajado en la división de planes privados de pensiones del sector bancario banco, se hubiera lanzado a mediar entre Gobierno y sindicatos mediante frenéticas reuniones con los los miembros más activos del club del jubilado. Una vez consumado el retraso de la edad de retiro a los 67 años, Álex hubiera dimitido de su cargo y, entre vítores y aplausos, hubiera anunciado su regreso al área de hipotecas.

Más allá del aprendizaje que sin duda implica cualquier sano intercambio de ideas, quizás debió sospechar que estaba hablando con las personas equivocadas en el momento en el que éstas le confesaron abiertamente que lo suyo tampoco era estar a favor del ‘todo gratis’.

La frase “hay mucha gente dispuesta a pagar por contenidos de calidad” está preñada de esperanza en el ser humano y en un futuro mejor, lo cual implica ya indicios de que debe encerrar alguna trampa. Y lo cierto es que su aplicación práctica a este vídeo-juego que llamamos realidad suele arrojar resultados catastróficos, como demostrará la cuenta de resultados de aquellas publicaciones que optaron por la fórmula de pago -a precios tan irrisorios que rozan la humillación- por contenidos.

Incluso cabe recordar que las descargas gratuitas han terminado de llevarse por delante hasta el ‘top manta’, una actividad que a día de hoy ha quedado prácticamente reducida a contratar a Mónica Cruz cuando el presupuesto no te da para hacerte con los servicios de Penélope y poco más.

La cuestión nuclear en todo este asunto estriba en el empeño en la ejecución de una pirueta inverosímil, consistente en sostener que los cambios tecnológicos implican modificaciones de orden ético y que el ya sobado cambio de modelo de negocio constituye una nueva forma de moral.

Por eso, las descargas gratuitas se presentan como una manera de combatir el urbanismo salvaje de la costa de Miami, víctima de la actividad predadora de músicos e intérpretes, y nadie cuestiona los derechos de autor de quienes escriben obras teatrales, a pesar de que cobran un porcentaje de taquilla en cada una de las representaciones de sus obras -a día de hoy, imposibles de copiar desde el rodenador-, en cualquier idioma y parte del mundo en donde tengan lugar.

Se dirá que presentar el conflicto en términos de todo o nada es una simplificación de los discursos. Nada más alejado de la realidad. Se trata de una suerte de legítima defensa en días como hoy, en los que ya se pueden leer cosas como que “en la sociedad de la información la clave es aumentar el acceso de los ciudadanos a los contenidos y a la información como bien público en un sistema de distribución competitivo, descentralizado, multiplataforma y social”.

Ante semejante andanada dialéctica, sólo cabe aferrarse al código binario entendido como motosierra, en un inocente y probablemente estéril intento de despejar la maleza del jardín antes de que el follaje te devore la casa primero y la cabeza después.


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