De natural tímido e introvertido, el primer edil donostiarra se pone hecho un basilisco cada vez que alguien le insinúa la posibilidad de que el hecho de que San Telmo se haya inaugurado el último dia en el que están permitido este tipo de fastos sea algo más que puro azar.

Mal hecho. Su actitud recuerda a la de ésos que se operan la nariz para estar más guapos, pero luego lamentan que se note, después niegan la septorrinoplastia y finalmente la admiten, bajo falsas coartadas: «Es que tenía desviado el tabique nasal y ahora respiro mejor».

La persistente negación coloca a los ciudadanos en una actitud incómoda, a medio camino entre sentirse idiotas y hacerse pasar por tontos. En un contexto en el que a la que te descuidas las autoridades ya te están educando en valores, sería mucho más cabal reconocer que sí, que has trabajado muy duro durante cinco años, que has conseguido la implicación económica de otras instituciones y la financiación de patronos privados, que el resultado te enorgullece y que parece de justicia que los ciudadanos puedan valorar por sí mismos antes de votar y con todos los datos en la mano, incluidos los presupuestarios. Y si, finalmente, no ganas las elecciones, ahí queda eso para que lo gestione el que venga detrás.

Ya sabemos cómo estaba San Telmo, ahora toca ver cómo ha quedado. Inaugurar antes de la campaña electoral los proyectos realizados durante la legislatura no sólo no debería estar prohibido, sino que debería ser obligatorio.

Por lo demás, todas estas maniobras, un tanto pueriles, resultan perfectamente estériles. La cultura en general y los museos en particular están sobrevalorados. Si de lo que se tratara fuese de obtener votos, quitar las pistas de atletismo de Anoeta siempre sonaría mucho más contundente como declaración de principios.