Se conocieron de adolescentes en un ambiente idílico en el que se mezclaban talento y sudor a partes iguales, y de inmediato, entre ellos surgió algo -un flechazo, dirían algunos; un garrotazo, asegurarían otros-. Luego, la vida les distanciaría, aunque no tanto como para olvidarse mutuamente, no digamos ya como para que lo hiciéramos el resto. Son Pep y José. Si dios les da salud, en unos años estarán viviendo juntos y habrán adoptado tantos niños que hasta Bra y Pitt parecerán a su lado unos solitarios.
Uno sabe que se dispone a ver un partido del siglo cuando se da la circunstancia de que aún no ha comenzado el encuentro y ya está completamente agotado. Y si el fútbol es un estado de ánimo, el siglo también lo es. En efecto, el que se tumba en el sofá puede que sea un hombre maduro, pero el que se levanta hora y pico después resulta a todos los efectos un anciano.
La causa de semejante desgaste es doble: por un lado, la logorrea del portugués, un hombre capaz de hablar de sí mismo durante varias horas sin que consiga resultar ameno siquiera durante un solo minuto seguido. Por el otro, la impostada languidez del catalán, siempre dispuesto a propinarte una inclemente ración del pensamiento ‘be water’ a la mínima que te descuidas.
Mourinho sólo necesita la plantilla más cara del mundo para diseñar estrategias basadas en defender a ultranza hasta marcar el primer gol. Si al final resulta que le sale bien, acude a la rueda de prensa a golpearse el pecho en público y si por el contrario pierde, la culpa es del árbitro. A Guardiola, por su parte, le basta una plantilla que someta dócilmente a los rigores de ‘Braveheart’ y el resto de su temible colección de vídeos.
Los Barça-Real Madrid -y viceversa- son una cita ineludible en la guía ‘Spartacus’. Más que ante un partido de fútbol, estamos ante un nuevo episodio de las aventuras del Coyote y el Correcaminos de corte gay, en el que la trama consiste en perseguirse hasta que uno consigue beneficiarse en público al otro.
Que este ejercicio de seducción mediante el sometimiento no es un juego entre caballeros, lo prueba el hecho de que apenas consumado el acto, el vencedor es incapaz de la instalarse en la discreción. Lo malo es que el tiempo pasa volando y mañana estaremos ya en vísperas de un nuevo siglo. Que gane el mejor, pero por lo que más quiera, que no nos lo cuente otra vez.