Según el auto de fe de Bin Laden, somos unos infieles incurables. Según el diagnóstico de Barack Obama, tan sólo estamos locos de remate. No son conclusiones excluyentes entre sí: se puede estar mal de la cabeza, sin necesidad de incurrir en las supercherías.
Con la entrevista emitida esta noche en la cadena CBS, se da por concluido el banquete iniciado el 20 de enero de 2009 con la toma de posesión del ex senador por Illinois de la Presidencia de Estados Unidos. Desde entonces, el cargo ha venido devorando a su titular y tras dejar las raspas a un lado del plato, ahora aguarda al postre.
Lo peor de los conversos es que siempre resultan más refinados en el ejercicio de su nueva fe que los viejos creyentes, tan desengañados ya que únicamente matan para mantener las apariencias.
Tiene razón Obama cuando duda de la salud mental de quienes cuestionan la ejecución extrajudicial de Osama Bin Laden. Sucede que esta neurosis no nace de nuestro irreductible salafismo, sino de la dificultad de compatibilizar su doble discurso: por un lado, todo acusado tiene derecho a un juicio justo; por otro, ‘operación Gerónimo’.
Nuestras aspiraciones son modestas: no pedimos que se abandone la ley de Lynch, sino que la ONU regule su aplicación. No rechazamos que el ‘juez de la horca’ ostente el Premio Nobel de la Paz, nos conformamos con que se conceda también el de la Guerra, para apreciar las diferencias que puede haber entre uno y otro. No exigimos que las tropas estadounidenses invadan otros países, únicamente desearíamos que se contemplara la posibilidad de la reciprocidad.
Reivindicamos para nosotros el derecho a una esquizofrenia más sana a la vez que reclamamos para EE UU una paranoia mejor. Al fin y al cabo, si algo caracteriza la historia de EE UU es que finalmente sólo puede fiarse de la inquebrantable lealtad de sus enemigos. En cuanto a sus aliados, tarde o temprano acaban volviéndose en su contra.