Las personas pasan, pero las instituciones permanecen, aunque hay excepciones, como la Alcaldía donostiarra. Dos meses después de que Bildu le levantara el cargo mediante el sencillo procedimiento de presentar a un candidato desconocido con un programa ignoto, Odón Elorza aún vaga en torno a Igentea, mientras su sucesor hace lo mismo, pero en su caso, en el interior del edificio.

Becario en el Ayuntamiento desde los albores de la democracia, Elorza fue un concejal mediocre, un más que notable alcalde y un desastre como ex alcalde. Si los ex presidentes de gobierno se autodefinen como jarrones chinos muy valiosos a los que nadie sabe dónde poner, el ex alcalde donostiarra se ha convertido en un cactus del desierto de Sonora al que nadie sabe de dónde quitar.

Podría haberse borrado del mapa y embarcado en nuevas empresas políticas, pero ha preferido instalarse en el papel de Toshack municipal que contempla, estupefacto, cómo Izagirre hace con Donostia lo que Kohl acusa a Merkel de hacer con “su” Europa. Después de veinte años en el cargo y trece más en la oposición, el sentimiento de orfandad institucional se antoja tan humanamente comprensible como políticamente insoportable.

Como alcalde, gobernó con todos los demás grupos políticos municipales y, dado que veinte años dan para mucho, con todos se peleó en, al menos, dos ocasiones: primero, en su condición de socios suyos de gobierno y después, como oposición. O viceversa. Y si hace dos años declaraba: “¡Si yo no hago política, soy gestor de la ciudad! No tengo la
percepción de que soy un político. Cojo el periódico y digo: ‘desde
luego, cómo está la política'”, ahora confiesa: “Sigo teniendo pasión por la ciudad y la política”.

Quizás debería olvidar a Bildu, empeñada como está en encarnar como nadie aquello que cantaban los Celtas Cortos (sábado, 20, en el escenario de Sagües): “Ya no queda casi nadie de los de antes y los que hay, han cambiado, han cambiado”. Bueno, o al menos, eso dicen.