Alberto Moyano
Del cielo no se sabe gran cosa. Sólo que es infinito, aunque muy
estrecho, según apostillaba Pedro Reyes. Del infierno, región que hemos
ido olvidando a fuerza de cotidianeidad, tampoco ha trascendido gran
información. Ahora, Ratzinger anuncia que «existe y es eterno»,
lo que bien mirado constituye un auténtico pleonasmo porque un averno
de carácter temporal pierde mucho carácter disuasorio y convertiría a
De Juan Chaos en el santon patrón de cuantos aspiraran a reducir su
condena.
Infierno es también el nombre de una calle de Tolosa, denominación
aprobada con los votos de PNV, EA e IU, la abstención del PSE y la
oposición del PP. El nombre de la calle, que en rigor se llamará
Inpernu en homenaje a una taberna y a un almacén antiguamente
localizados en la zona, ha despertado una polémica ligera aunque
impropia de una sociedad laica. «Este no es un tema baladí –ha dicho
sin embargo el concejal popular–. A mí me produce una gran tristeza
condenar a algunos de nuestros ciudadanos a vivir en la calle de
Infierno». No mayor, habría que añadir, que la que experimentan otros
que habitan barrios devorados por la nomenclatura monárquica –y ahí el
donostiarra Amara-Berri se lleva la palma–.
No ha sido el único nombre que ha agitado sensibilidades esta semana.
El hecho de que la Guardia Civil practique detenciones en compañía de
un perro bautizado como Hitler no sólo constituye una prueba
irrefutable de benemérito mal gusto, sino que evidencia una falta de
patriotismo tremebunda que dice poco en favor del Cuerpo, por cuanto,
puestos a imponer al chucho un nombre deplorable, el de Franco parece
más adecuado y resulta mucho más cercano al ciudadano común. En ese
sentido, hay quien ya hay quien ha puesto en valor el ejemplo de un
club donostiarra, cuyo perro guardián responde -según cuentan– al
nombre de Arzalluz.