Alberto Moyano
Elvis está vivo, Paul McCartney está muerto, las Pirámides las
construyeron los marcianos, Cristo era un replicante y la Virgen una
alienígena, los ovnis desayunan barcos y almuerzan aviones en el
Triángulo de las Bermudas, las esculturas sangran, las estatuas lloran,
los espíritus conocen la próxima combinación ganadora de la Bonoloto,
los muertos patrullan por el cementerio, Nosferatu ya adelantó el 11-S
–Hitler, por cierto, murió en la Torre Norte–, los extraterrestres
viven entre nosotros, los extraterrestres raptan niños, tras los
cometas se ocultan los platillos volantes, seres de otras galaxias
vigilan nuestro planeta y si quieres escuchar al diablo recitar la
lista de los Reyes Godos sólo tienes que poner al revés el disco de ‘La
Macarena’.
No existe invención humana que, convenientemente difundida, no cuente
de inmediato con su correspondiente grupo de creyentes. Algunos
–muchos– han hecho de este principio una forma de vida.
La cuestión: ¿se puede delinquir, al igual que pecar, sólo con el
pensamiento? Porque uno no puede apartar de su mente las sabias
palabras que el vendedor de crecepelo transmitía a Dustin Hoffman en la
película de Arthur Penn ‘Pequeño Gran Hombre’: «¡Escúchame! Las
criaturas humanas se lo creen todo. Y cuanto más absurdo, ¡aún mejor!
Las ballenas hablan francés en el fondo del mar, los caballos de Arabia
tienen alas de plata, los pigmeos se aparejan con los elefantes en la
tenebrosa África… De todas esas bobadas yo he sacado dinero».