El desempleo en España afecta ya a 2.989.269. Dicho así, el dato apenas aporta nada, salvo un redundante “roza los tres millones”. Tan sólo podría servir para disimular que el fenómeno nunca desapareció y que incluso en los tiempos en los que la economía nacional estaba “en situación de Champions League”, los parados españoles se contaban por cientos de miles.
La expresión ‘rápida destrucción de empleo’ anuncia la lenta pero minuciosa destrucción de los empleados. Estar en el paro es un concepto que desborda ampliamente una situación de apuro económico. En realidad, es un veneno que produce metástasis en todos y cada uno de los ámbitos de la vida del afectado. Desde las relaciones sociales hasta la vida familiar, desde la salud hasta las rutinas cotidianas, nada se libra del empozoñamiento que, por otra parte, convive con la indisimulada satisfacción de los no afectados.
En este punto, es justo reconocer que pese a sus altibajos cíclicos, hay un aspecto en el que el sistema funciona a la perfección: el principio de
irresponsabilidad. La coletilla reaccionaria que sostiene que “cada pueblo tiene los dirigentes que se merece” es intrasladable a la economía.
Al fin y al cabo, ¿quién tiene la culpa de que fabricar más coches resulte innecesario porque nadie los adquiere? ¿Quién es el responsable de que la caída de la venta de pisos paralice la construcción de más? (Por cierto, la recesión se ha llevado por delante, entre otros artículos superfluos, aquellas festivas convocatorias ¿antisistema? vía SMS que rutinariamente se celebraban bajo el lema de ‘derecho a piso’)
Como los maestros budistas, los dirigentes políticos también tienen otro concepto del tiempo y prometen el advenimiento de la bonanza económica para el cuarto trimestre de 2009, lo cual está muy bien, aunque para el desempleado de aquí y ahora, el efecto de tal augurio sólo puede ser anímicamente demoledor.