Dentro del maratoniano proceso de reconversión de la antigua fábrica de tabacos en un Centro Internacional de Cultura Contemporánea en Tabakalera, ayer le tocó el turno al proyecto de rehabilitación arquitectónica del edificio.

La propuesta elegida ya ha disparado las opiniones, tanto a favor como en contra, un tanto a su favor que dará ocasión a algunos a subirse con alborozo encima del inefable “por lo menos, no deja a nadie indiferente a nadie, que es lo que queríamos”.

Lo cierto es que en materia de cultura-inmueble, el continente hace mucho que ha superado en interés al contenido. No hay batería de exposiciones, proyecciones o conferencias que suscite una expectación comparable a la despertada por lo que, a fin de cuentas, no pasa de ser el envoltorio.

De la importancia que tuvo el acto de ayer da cuenta el tono bucólico-pastorial que adoptaron los representantes institucionales: el alcalde Elorza recordó sus años de estudiante en los que pasaba frente a la fábrica cuatro veces al día, con la inevitable ingesta de tabaco en polvo que tal tránsito conllevaba. La diputada de Cultura, por su parte, rememoró aquellos tiempos de juventud en los que veía el edificio desde el otro lado del río y se le antojaba un lugar lejano y cerrado.

La única que quizás no estaba para emular a Proust era la consejera Miren Azkarate, víctima de la zozobra institucional provocada por los extraños casos del doctor Guggenheim y Mister Balenciaga. No obstante, tras recibir un encendido elogio personal por parte Elorza, auguró al alcalde donostiarra largos años de colaboración por delante, en una demostración de realismo, o quizás de todo lo contrario.

En todo caso, la maqueta presentada ayer ofrece sobre el papel más ventajas que inconvenientes, pero tal y como aseguraba por los pasillos el arquitecto Iñaki Galarraga, el acierto de la elección quedarán demostrada o desmentida no antes de veinte años.