Me sumo al homenaje que le dedica mi compañero y amigo bloguero Iñigo Galatas. No soy experta en vinos, como él, pero puedo decir que nunca un vino, ese blanco de Rueda que pedía al fondo de la barra los sábados por la tarde acompañada de mi familia, me supo mejor. Siempre volvíamos al Hika Mika y allí nos juntábamos con Alfonso, en su territorio, la entrada a la cocina, lugar que ocupaba también en el viejo Astelena, en la plaza de la Constitución. Era su sitio para contemplar el mundo.
Alfonso González era un hombre serio en apariencia e imponente por su talla. Así debió parecerle el día de Reyes a mi hermana, antes de iniciar con él una animada tertulia sobre la pasta de las croquetas. Al momento estaba Alfonso con un platillo y cuatro cucharas con masa de croqueta recién hecha para que la degustáramos.
He sido feliz en el Hika Mika y siempre he disfrutado de la conversación de Alfonso. Era un hombre generoso y vital. Una entrevistada de ‘La Contra’ de ‘La Vanguardia’ dijo una vez que la muerte no existe. Aunque la tristeza asoma, en ocasiones como esta le doy la razón.