Debe ser que uno tiene la mente encajonadamente dividida como un periódico: la política por un lado, la sociedad y la educación por otro, más allá las páginas de deportes, y en San Sebastián lo relativo a edificios, bidegorris y convocatorias, entre otras cosas. Y las páginas de cultura, claro, donde se habla de cine, música, pintura, literatura, lengua y esas cosas para ver, oir, y después charlar. Y uno creía que ser capital cultural sería como hacer una sección de cultura a lo bestia, con miles de páginas, en colores y en blanco y negro, en papel couché, o reciclado si es menester. De momento en los atisbos de lo que puede ser la capitalidad donostiarra, no se habla de cine, música, literatura ni pintura: las palabras más escuchadas son, aproximadamente, educación, valores, olas, paz, ciudadanía, convivencia, Atlántico, móvil, transfronterizo, energía, mujer y bicicleta. Claro que la cultura habla de la vida y el ser humano y las relaciones y los conocimientos, y ahí cabe todo, indudablemente. Pero uno tiene la sensación de que las palabras se han movido de sección.
Bien es verdad que uno no tiene ni idea de cómo se monta una capitalidad cultural, y mucho menos qué hay que hacer (o qué no hay que hacer) para ser el elegido. Pero sorprende la casi ausencia de referencias a los tres festivales con medio siglo de existencia en San Sebastián, cuando se promociona la candidatura a la capitalidad cultural. Dicen que la cuestión no es enseñar lo que tienes (y que conoce medio mundo transfronterizo), sino crear cosas nuevas. Vale, pero es que si hay una ola de energía ciudadana cultural, es la que se ha creado en Gipuzkoa en esos 70, 57 y 44 años respectivamente alrededor de la Quincena Musical, el Festival de Cine y el Jazzaldia, esos nombres que es fácil que a cualquiera le surjan entre los labios en cuanto le preguntan qué se cuece en la cultura donostiarra que tenga interés internacional.
Más que nada, se podía aprovechar esos tres festivales (y otros muchísimos más pequeños) para demostrar que aquí estamos muy entrenados en capitalidad cultural. En esos festivales ya hemos aprendido lo que es la diversidad, pues hemos gozado tanto con una sinfonía de Mahler como con el soul sudoroso de Sly & the Family Stone, con ‘Tropic Thunder’ y con ‘Las tortugas también vuelan’; hemos aprendido a escuchar con naturalidad la diversidad de lenguas, oyendo seis idiomas en una misma película e incluso a un mismo actor; hemos practicado la tolerancia, porque no nos hemos ciscado más que mentalmente en el autor de tal bodrio o aquel concierto beodo; nos hemos alfabetizado en valores, conociendo los problemas del pueblo iraní y del saharaui, viendo el buen rollo de una big band multirracial, multicultural y política como The Liberation Music Orchestra o charlando en la cola con el francés y en la butaca con la norteamericana de al lado; hemos visto la guerra y la paz empeñándonos en entrar en el Victoria Eugenia o la Trini como oposición a la barbarie, las barricadas, los pelotazos o las amenazas de bomba; hemos convivido con lo más creativo de Europa, e incluso otros continentes; hemos utilizado la tecnología punta para informarnos, para intercambiar opiniones y para ser creativos en la redefinición del mensaje de la película por sms; hemos repensado, reescrito y reflexionado acerca de la tendencia al trío amoroso en la sociedad francesa o la colisión étnica entre chinos y japoneses; hemos gritado en comunidad, creado conjuntamente shows inenarrables y hasta bailado el baile del pañuelo en la platea a reventar de la Semana de Terror; hemos creado (bueno, los que saben hacerlo) cortos en Tabakalera con las Escuelas de Cine del Festival; nos han identificado la identidad identitaria en Europa con un ‘oh, my God, ¿you are from San Sebastian? I love your Festival and the Bataplan’; hemos conocido la alta (o baja, según los presupuestos de cada cual) cocina donostiarra; hemos compartido el conocimiento recomendando al amigo o al vecino de cola tal o cual película que luego a él no le ha gustado (más diversidad); hemos visto al pianista alemán Christian Zacharias comprando grabados de Chillida y a creadores vascos recitando en euskera en un club de Nueva York y filmados en una película; hemos sido educados en los valores de la calidad y el criterio, más importantes que los de la cita masiva y la consigna colectiva; hemos practicado la solidaridad, compartiendo el chubasquero en pleno chaparrón en la plaza de la Trinidad, y hasta la birra; hemos visto a mucha gente anónima implicándose y colaborando en la puesta en marcha de esos festivales; hemos visto miles y miles de personas disfrutando y creciendo con ellos. Incluso en bici.
Todo eso ha ocurrido y sigue ocurriendo en los festivales donostiarras de fama internacional. Así que gracias a ellos, entre otras cosas, los guipuzcoanos estamos entrenados para ser una capital cultural. ¿Por qué no decirlo?