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Carlos Rilova

El correo de la historia

Mito, leyenda, Historia… Los espectros del Somme, el San Sebastián de la “Belle Époque” y la caída de Mata Hari (verano de 1916-invierno de 1917)

Por Carlos Rilova Jericó

Como ya saben quienes siguen este correo de la Historia todas, o casi todas, las semanas, uno de los numerosos frentes históricos en los que ando combatiendo mis “combates por la Historia”, como los llamó Lucien Febvre, es el de la Primera Guerra Mundial.

Moviéndome por esas trincheras, esas tierras de nadie históricas, esos pozos envenenados con restos de gas mostaza sobre alambradas que recuerdan al esqueleto de una civilización muerta (la europea de la autocomplaciente “Belle Époque”), he ido a dar, voluntariamente, al frente menos conocido de esa guerra. Es decir, al de los casinos y hoteles de lujo, en las ciudades neutrales donde se había refugiado todo el dinero y el lujo de aquella Europa en guerra.

Uno de esos escenarios de esa versión secreta de la “Gran Guerra” fue San Sebastián y, hasta cierto punto, puede decirse que fue un escenario privilegiado. Un Austerlitz, un Wagram, un Waterloo de la guerra de espías que se desarrolló paralela a la otra guerra. La de los tanques, la de las cargas suicidas de Caballería o Infantería frente a secciones de ametralladoras, la del gas venenoso que llegaba vertiendo una muerte más silenciosa pero no menos eficaz…

Sí, San Sebastián, como pueden comprobar todos los turistas de todas partes del Mundo que la llenan en estas fechas, cuadriplicando su población, convirtiéndola en otra Venecia, en otra Barcelona, estaba -hace 100 años- perfectamente equipada ya para servir de escenario a esa guerra secreta. La que se luchaba de general y mariscal para arriba en salones que podían ahogar con su carga de elegancia y buen gusto -en hoteles como el Londres, el María Cristina y otros hoy desaparecidos- frente a ministros venidos a liberarse -al menos por un tiempo- del peso constante de dirigir potencias que estaban sacrificando miles de hombres al día en ofensivas y combates de dudoso resultado y finalidad.

Como en toda gran batalla, por debajo de esas grandes figuras, estaban alfiles, torres, caballos, peones… que se movían en un complejo tablero. No por más cómodo -comparado con trincheras infestadas de mugre, muerte, ratas y piojos- menos peligroso. Iban desde cortesanas de lujo y aventureras como podría serlo Mata Hari, hasta simples criados, chóferes, camareros, periodistas…

Esas figuras de ese ajedrez humano jugaban su partida en elegantes veladas en salones que miraban al famoso marco incomparable donostiarra, o desde el Parque de atracciones de Igueldo, desde donde se podía ver aún mejor ese paisaje tras subir en un funicular que data de esas fechas.

Era una partida jugada de manera implacable. Con el mismo furor con el que algunas de esas figuras, las más encumbradas como las cortesanas de lujo, las aventureras, los ministros, los reyes, los príncipes exiliados con su corte igualmente exiliada, los embajadores… jugaban sobre los tapetes de grandes casinos como el de Mónaco o el de San Sebastián (hoy reconvertido en Ayuntamiento, Archivo y Biblioteca de la ciudad) interminables partidas de caballitos, de faro, de ruleta…

Y a causa de esa partida de guerra secreta, de esos juegos de azar políticos jugados sobre ese escenario rutilante y lujoso, caían muchas víctimas. Normalmente a millares, casi a diario. En los frentes de Verdún y el Somme, abiertos en aquel verano de 1916 -sofocante en más de un sentido-, en el que las grandes potencias contendientes agotaban material de guerra, raciones, munición y, sobre todo, vidas que llenaban de desasosiego a unas naciones que creían, en 1914, ir a ganar una guerra que, tres años después, se eternizaba, produciendo miles de víctimas a un ritmo vertiginoso…

Un desasosiego que había que explicar de algún modo. Un desasosiego al que había que poner un rostro al que odiar, que justificase aquel gran fracaso colectivo que se vivía en frentes como el del Somme, en el que no cabían, a esas alturas de la guerra y de la ofensiva, ya ni siquiera los espectros de los miles de muertos en combate.

Ese papel, el de explicación de todos esos desastres, al menos los del bando aliado, recayó en una de las aventureras que pasaba y repasaba por un San Sebastián demasiado importante en esas fechas como para dejarlo de lado. En tanto que corte de verano de una potencia neutral a la que muchos en el bando de la Entente querían ver tomar las armas en su favor. No tan sólo enriquecerse -y de qué modo- suministrándoles toda clase de munición y equipos, engullidos por el titán de la guerra en Verdún, en el Somme…

El cronista de San Sebastián Javier Sada nos asegura en su libro sobre la situación de la ciudad en esa época, que Mata Hari no era realmente aquella agente tan importante que luego se dijo que era.

Es muy posible. Altamente probable de hecho. Pero, por alguna razón realmente interesante y aún no bien conocida -es lo que me dice mi investigación sobre este tema ahora en curso- Mata Hari entró en la leyenda -más que en la Historia- del espionaje en el invierno de 1917, cuando el Gobierno francés decidió que ella, agente a sueldo ofrecida primero a Francia y después, según todos los indicios, a la red alemana de Von Hintze que actuaba precisamente en San Sebastián, iba  a ser la explicación de tanto revés militar.

Enrique Gómez Carrillo, un literato guatemalteco, es quién -quizás y de momento- mejor ha relatado ese proceso cuando se vio obligado a escribir en 1923 un libro sobre Mata Hari para explicar que él no había tenido la culpa de que la detuvieran.

El libro es, literariamente hablando, de lo más serio. Gómez Carrillo, usando todos los recursos que había cultivado en el París modernista en compañía de sus amigos Rubén Darío y Amado Nervo, aseguraba que él jamás había conocido a Mata Hari y, por tanto, difícilmente podía haberla entregado a dos gendarmes y cinco policías -venidos de París a Hendaya para ese fin- después de haberla engañado con una amigable comida y un viaje en automóvil que había terminado en inesperada carrera por el Puente Internacional para entregar a la espía antes de que se diera cuenta de que estaba en jurisdicción francesa.

Pese a esas protestas de Gómez Carrillo, que se vio despreciado en la España de entreguerras por esta razón, su libro “El misterio de la vida y de la muerte de Mata Hari” decía que en San Sebastián, en Sevilla, en Madrid, en Francia incluso, todos contaban esa rocambolesca historia sobre cómo había seducido a la seductora y la había entregado en un rapto digno de las novelas de Arsenio Lupin o, por lo menos, de la saga de Adèle Blanc-Sec…

Todo un interesante testimonio de cómo el mito, a veces, se convierte en Historia y se tardan años en desmentirlo por medio de concienzudas investigaciones como “El caso Mata-Hari” de Lionel Dumarcet, que demuestran que Mata Hari fue detenida a plena luz del día en un lujoso hotel de París a la hora del té y que eso, precisamente, fue utilizado por su abogado defensor para demostrar su inocencia, alegando que nadie que fuera culpable, se atrevería a volver al país donde su cabeza estaba puesta a precio por espía con la franqueza y falta de precaución de su defendida.

No deja de ser curiosa toda esa tramoya fantástica en torno a ella. Personalmente, a medida que avanzó con mi investigación, me da la impresión de que toda la aureola en torno a Mata Hari venía, a partes iguales, de su propia bien probada mitomanía con la que se fabricó varias biografías -a cuál más melodramática- para su imparable ascenso social, del interés de sus captores en dotarla de poderes misteriosos o casi misteriosos para poder explicar sus reveses militares y también porque ese tremendismo en torno a su figura les resultaba de verdadera utilidad a los que podríamos llamar “agentes X”, con los que Mata Hari ciertamente se codeó en San Sebastián.

Principalmente periodistas de diarios germanófilos y ultraderechistas como “La Constancia” que, gracias a cortinas de humo como las de las aventuras reales o imaginadas de Mata Hari, podían ejercer con algo más de comodidad su labor de informar a los agentes de los Imperios Centrales por el discreto expediente de publicar en sus páginas noticias tan interesantes como la carga de los barcos neutrales que entraban y salían de puerto, la llegada de personajes importantes  -como Alfonso XIII- a determinados destinos, el número de especialistas en torpedos que quería reclutar la Marina española y otras aparentes naderías que, finalmente, el gobierno tuvo que prohibirles publicar. Aunque no pudiera demostrar fehacientemente que muchos miles de muertos en Verdún o en el Somme eran responsabilidad más que de Mata Hari, de vitriólicos redactores de periódicos como “La Constancia” y otras interesantes fuentes de información sobre la Historia (no el mito o la leyenda) de aquella “Gran Guerra” aún no bien conocidas…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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