Cambio de piel al mismo ritmo con el que comienzan a caerse las hojas de los árboles, no puedo evitarlo; cada año, cuando el verano –ese tiempo de nadie que culebrea entre la primavera y el otoño, esos meses en los que se escribe menos poesía- recoge sus días y se retira como un príncipe destronado hasta el siguiente calendario, me asemejo de manera inconsciente e inevitable –y algo atávica, supongo- a ciertos lagartos que se frotan entre dos piedras para arrancarse la piel vieja y dejar que surja una piel nueva.
Es una necesidad vital, extraña, recidivante y no por conocida menos sorprendente; hubo incluso un tiempo en el que pensé que podría oponerme, por afán de sentirme libre y no condicionada a un impulso vital e instintivo, pero no fue una buena idea. Quizás venga ese impulso del cerebro reptiliano, -tendría más razón de ser y si así fuera-, así que mejor no oponer resistencia sino propiciarlo, fluir con lo que, a fin de cuentas, también forma parte de mi propia esencia. Ahora que la naturaleza comienza a desnudarse para volverse a vestir, mi “piel interior” reclama algo parecido y se pone en marcha para llevarlo a cabo.
Es el momento de abrir ventanas, respirar el aire limpio, desechar lo raído y demasiado usado, tirar lo inservible aunque esté pintado de nostalgias, limpiar el espacio y hacerlo más amplio para seguir viviendo, incluso para vivir mejor, marcar los límites y esperar que el viento, la lluvia y el frío que vendrán me encuentren preparada, con una piel nueva, resistente, fuerte.
Así que es el momento de la limpieza cuidadosa del interior, un ir arrancando sin prisa pero sin pausa lo pegajoso del verano, los besos mustios, el tiempo perdido, lo demasiado débil como para soportar otro invierno. Ahí se irán amores y requiebros, algunos sueños que ya no son más que decepción y la piel vieja, inservible ya.
Si somos capaces de hacer “limpieza general” por dentro, al percibir los beneficios de dejar de lado miedos, prejuicios, temores y absurdos convencimientos, sentiremos también una especie de nervio que nos lleve a despojarnos de viejas e inservibles cosas materiales. Amontonar, guardar trastos viejos, ropa antigua –por si algún día apetece volverla a utilizar-, mantener un “cuarto de los trastos” donde va a parar todo aquello que hemos desechado con pragmatismo pero a lo que nos atamos con una cuerda invisible por temor al futuro, nos envuelve y ata a la espiral sin fin de una seguridad ficticia que –demostrado está- se resquebraja como lámina de cristal en el momento menos necesario, cuando vienen mal dadas, cuando la vida aprieta las tuercas y tan sólo podemos contar con la fuerza vital del presente; entonces es cuando nos damos cuenta de que las rémoras las hemos ido almacenando en la trastienda emocional nosotros mismos.
Lleva su tiempo mudar de piel, vaciar por fuera y por dentro. Separar lo viejo e inservible de lo poco que necesitamos para sentirnos en paz. Fuera trastos, piel reseca, recuerdos mohosos. Que corra el aire, limpio, que sobran cosas y miedos. Lleva su tiempo mudar de piel…pero lo tengo.
Todavía.
Confío.
En fin.
LaAlquimista
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