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Cuando la Historia no la escriben los historiadores… Una nota sobre la supuesta Historia del viejo reino de Navarra (del año 1200 al 2013, pasando por 1793)

Por Carlos Rilova Jericó

Habrá pocas frases más manidas que el latiguillo ese de “La Historia la escriben los vencedores”. Normalmente suele sacarse a pasear cuando alguien quiere zanjar una discusión sobre algún tema histórico y quedar, ya de paso, como alguien que controla de “el tema de la Historia”. Lo cual suele ser el trayecto más corto para demostrar que, en realidad, se controla muy poco de dicho tema, pues la Historia la escriben los historiadores, o los que se ciñen a las reglas de esa ciencia y actúan como tales. Y, cuando no es así, resulta que lo que se ha escrito es un relato -más o menos imaginario, más o menos sesgado políticamente- pero, en absoluto, algo que debamos considerar Historia sino, como dirían los catalanes, “una altra cosa”. Es decir, otra cosa

Hay en San Sebastián, futura capital cultural europea del año 2016, un ejemplo perfecto -una inscripción grabada sobre un oxicorte, emplazado en la cima del monte Urgull- de que la Historia no la escriben los vencedores, o los que ejercen de tales, pero tampoco los que se creen víctimas de esa Historia -o de alguna clase de Historia, al menos- sino los historiadores.

Hablando de este tema con el presidente de la Asociación de eso mismo, de historiadores, “Miguel de Aranburu” me enteré de que esas piezas de oxicorte -como la que ven en las imágenes que ilustran este texto, que, según parece, aspira a ser Historia con “H” mayúscula no escrita por “los vencedores”-, se fabrica en serie y es estratégicamente instalada en lugares que la organización que los manda manufacturar encuentra desamparados de determinadas explicaciones sobre la Historia de dichos emplazamientos.

En el caso que nos ocupa, el de las fortificaciones del monte Urgull que ese texto considera “castillo” -aunque el término histórico más correcto sería el de “ciudadela”-, resulta que podemos leer en ese cartel en oxicorte una serie de supuestas reivindicaciones históricas de esa fortificación -que data en su mayor parte de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX- como plaza fuerte usurpada por los reyes de Castilla a los de Navarra. Reyes navarros que serían los únicos legítimos dueños de esos bastiones, de los que se habrían visto despojados tras la controvertida operación militar saldada en el año 1200 con la conquista o defección -“pasarse al enemigo” en lenguaje coloquial- de los territorios guipuzcoanos, alaveses y vizcaínos -con sus correspondientes burgos, villas, fortificaciones, ganados, siervos, vasallos, etc…- desde el dominio del rey de Navarra al de Castilla.

Circunstancias que, como bien sabrán los que siguen ese tema desde el año 2000 en el que se celebró su centenario, no se han aclarado aún y tienen bastante difícil el aclararse -pese a los buenos oficios de algunos historiadores en torno al tema, caso de varios miembros de “Miguel de Aranburu”, como su ya citado presidente, Xosé Estévez, José Luis Orella…-, pues la documentación con los posibles pactos entre los tenentes navarros y los invasores castellanos sigue sin aparecer por ningún lado. Y eso aún a pesar de los esfuerzos que las autoridades forales guipuzcoanas han hecho desde el siglo XVII para demostrar, principalmente, que los territorios bajo su poder fueron incorporados a Castilla por medio de un pacto y no de una conquista militar de fortalezas como la que sería el embrión de lo que luego se edificaría en el Monte Urgull para proteger San Sebastián y su prospero tráfico comercial.

Unos hechos -los de la conquista o pacto del año 1200- que, después de todo, vista la cosa a la luz de la Historia y no a la de interpretaciones algo viscerales y un tanto despistadas, carecerían, hoy por hoy, de la dramática importancia que algunos le quieren dar.

En efecto. Para empezar -y también para acabar- no es cierto como dice ese oxicorte que desde 1200 hasta hoy el “castillo” de San Sebastián haya estado en manos de los reyes castellanos, usurpado a la legítima dinastía dueña del reino de Navarra desde unos tiempos que él o los redactores de ese texto -parece ser- imaginan como una idílica edad de oro perdida por ese brutal ataque castellano contra la Arcadia navarra.

Una  supuesta Arcadia que, así las cosas, no habría sido -como realmente lo fue- un lugar en el que el setenta por ciento, incluso más, de la población vivía en duras condiciones materiales -como la mayor parte de la población europea de la época-, sujetos a la tierra por medio de vínculos feudales ejercidos con extrema brutalidad y por la fuerza armada, y gobernados por reyes que -oh sorpresa- no hablaban oficialmente la “lingua navarrorum” -supuestamente el euskera-, sino gascón, francés y, finalmente, romanzado, un dialecto del latín prácticamente idéntico al castellano. Y eso -como se demuestra en múltiples documentos- mucho antes de que el primer soldado castellano -o sus aliados guipuzcoanos, vizcaínos o alaveses…- pusiese el pie en Navarra en el año 1512.

Así es, resulta que, siempre desde un estricto punto de vista histórico, esa dinastía navarra tan feudal -y por tanto tan opresiva para muchos navarros-, que no tenía inconveniente en asumir tratos, pactos matrimoniales, diversos cambalaches hereditarios de la corona -y la gente que vivía en ella- con otras dinastías que de “lingua navarrorum” no tenían la más mínima idea, recuperó por medio de sus lejanos herederos el “castillo” de San Sebastián y, de hecho, todo lo demás arrebatado en 1200.

Ocurrió en el año 1700. En ese momento el malfamado Carlos II de Austria moría sin descendencia y todas sus posesiones, heredadas de los reyes castellanos -y de algún que otro aragonés como el maquiavélico Fernando el Católico-, pasaba a manos de una dinastía, la de Borbón, que, como puede verse hasta la saciedad en diversos documentos que no hay que ir a buscar muy lejos -por ejemplo a los archivos de San Juan de Luz, también conocido como Donibane Lohitzune-, se intitulaban “reyes de Francia y de Navarra” (la cursiva es mía). Lo hacían desde finales del siglo XVI, cuando Enrique de Borbón -que reinaría como Enrique IV- se las apañó para hacerse con el control de ambas coronas en unas circunstancias nada fáciles que, si quieren, pueden considerar viendo la versión para el cine de “La reina Margot” de Alejandro Dumas…

Así las cosas, urgiría cambiar -cuanto antes- el contenido de ese oxicorte emplazado con las armas heráldicas del viejo reino de Navarra junto al “castillo” de San Sebastián,. explicando -es una sugerencia científica bien intencionada, por supuesto- que durante cierto tiempo los reyes castellanos ocuparon esa fortaleza por azares de la guerra -o de la perfidia de los tenentes que el rey de Navarra había nombrado para defenderla- y que -si se quiere ver así- felizmente retornó al patrimonio de la legítima dinastía gobernante en Navarra, -la de Borbón, descendiente directa de la de los Albret- cuando el trono de Madrid, y todo lo que le pertenecía, pasó a sus manos gracias al controvertido testamento de Carlos II.

Y, por mi parte, no añadiré nada más. Tan sólo recordar, a todos, a los autores de ese texto plantado en ese oxicorte, a los lectores, a quién pudiera interesar… que la Historia está llena de trampas muy traicioneras. Como ésta que acabo de describir y muchas otras.

Por ejemplo que ni siquiera los herederos de los supuestos usurpadores del año 1200 serían, después de todo, tan malos tipos para quienes escriben textos como el hoy aquí comentado.

El caso de Fernando el Católico es notorio. Hay curiosos documentos en el Archivo General guipuzcoano que demuestran que, en realidad, hoy por hoy, bien podría pasar por el reunificador del reino de Navarra, demediado en el año 1512 por su -justo es reconocerlo- maquiavélica invasión de la joya de la corona navarra. Es decir: la actual comunidad foral de ese mismo nombre.

En efecto, cuando el llamado régimen del Terror extendió su espeso manto sobre Francia en el año 1793, hubo muchos habitantes de la Baja Navarra, la de Ultrapuertos, que cruzaron la “muga” -frontera, para los que nos leen desde más allá del euskera- para refugiarse en la Navarra cispirenaica, o en territorios como el guipuzcoano, reclamando allí que eran súbditos de pleno derecho del rey sentado en el trono de Madrid, pues así lo había ordenado en su día Fernando el Católico, tras retirarse de la séptima merindad navarra -contento con haberse quedado con las seis restantes al otro lado de los Pirineos-, indicando que aquellas gentes eran súbditos suyos de pleno derecho y, como tales, acreedores a determinados privilegios y a su protección…

Con esto debería quedar claro, como pretendía demostrar desde el comienzo de este artículo, que la Historia no la escriben los vencedores, ni siquiera las víctimas, sino que, o la escriben los historiadores -o los que se comportan como tales-, o no es tal Historia, sino una malinterpretación de los hechos, y que, así las cosas, el texto que acabamos de estudiar, plantado en formato oxicorte a los pies del baluarte llamado “de Napoleón” en el “castillo” de San Sebastián, debería ser o corregido según las directrices aquí indicadas, o retirado. Otra cosa no sería deseable para una ciudad que seguramente aspira a no caer en un lamentable ridículo a nivel internacional cuando ejerza como capital cultural europea en el año 2016.

Esto es lo que puede sugerir a ese respecto, sinceramente, un historiador. Lo demás, como suele decirse, suelen ser cuentos, que no son, exactamente, lo mismo que la Historia como ciencia que cultiva cualquier sociedad que se considere a sí misma civilizada.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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