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Carlos Rilova

El correo de la historia

La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (III). “Opio ta esklabuak”. Dos reflexiones sobre los sucesos de 1813, los vascos y la trata de opio y esclavos

Primera reflexión.  “Donostia 1813, ¿Víctimas o beneficiarios de tres o de cuatro imperios?”

Por Carlos Rilova Jericó 

Esta semana pasada, el miércoles 26 de junio concretamente, fue, otra vez, el Día contra el uso indebido de drogas y su tráfico ilícito. Una ocasión verdaderamente oportuna para recordar en este correo de la Historia la relación entre los vascos de 1813, y fechas posteriores, con  ese turbio negocio.

Lo es -una ocasión verdaderamente oportuna- porque en estos momentos en los que la conmemoración de la destrucción y reconstrucción de Donostia-San Sebastián está en su punto álgido, no debería pasarse por alto el hecho fundamental que nos recuerda el profesor Álvaro Aragón Ruano -presidente de la Asociación de historiadores guipuzcoanos “Miguel de Aranburu”- en el texto que sigue a éste. 

Se trata de una cuestión verdaderamente repelente desde nuestro punto de vista de europeos civilizados de comienzos del siglo XXI. Dicho de manera abrupta, se trata de recordar que nuestro, en muchos sentidos, envidiable nivel de vida, o la misma reconstrucción de San Sebastián a partir del 31 de agosto de 1813, tras la destrucción provocada por la batalla en torno a sus murallas de los ejércitos aliados y napoleónicos, fue debida, en buena medida, a dinero obtenido de negocios tan turbios como el tráfico –lícito en esos momentos (a comienzos del siglo XIX)- de seres humanos y droga en forma, sobre todo, de panes de opio.

Un tráfico, en especial el de opio, además, fruto de la cordial relación de muchos vascos -como verdugos, no como víctimas- con los imperios español, británico y portugués. 

Una circunstancia ésta -la de las excelentes relaciones de muchos comerciantes vascos con los imperios español, portugués y británico- que hace, quizás, aún más oportunas estas dos reflexiones que hoy publicamos, puesto que recientemente se produjo y presentó en el marco de las conmemoraciones de la destrucción y reconstrucción de San Sebastián en el año 1813, un video en el que se aseguraba que tal destrucción -como lo proclamaba su propio título, “Donostia 1813: víctima de tres imperios”- era fruto de las guerras entre, precisamente, tres imperios que, desafortunadamente, habían utilizado como reñidero a Donostia, dejándola, a ella y a muchos de sus habitantes, en un estado -eso no hay quien lo pueda negar y seguir llamándose historiador- lamentable.

Esa afirmación era corroborada en dicho video incluso por historiadores como el profesor Xosé Estévez, miembro, además, de esta asociación de historiadores “Miguel de  Aranburu” que yo dignamente intento representar en estas páginas cada lunes.

Sin embargo asertos como ese, sacados de su contexto por un opinable montaje final de dicho video, y por mucho que procedan de historiadores, sólo ofrecen una versión un tanto sesgada y parcial, muy parcial, de la realidad de aquellos trágicos sucesos perpetrados por tropas angloportuguesas durante la batalla de San Sebastián el 31 de agosto de 1813.

Vayamos, pues, a los detalles que faltan en productos que, como dicho video, se han presentado con aspiraciones histórico-conmemorativas  de aquellos hechos.

En primer lugar hay que señalar que, en realidad, si la ciudad de San Sebastián es  víctima de alguien en aquellas horas de horror que van desde la tarde del 31 de agosto a, aproximadamente, el 3 de septiembre de 1813, es de soldados, en efecto, de dos imperios: el británico y el portugués. Este último por otra parte, curiosamente y muy de acuerdo con una costumbre muy española -mirar por encima del hombro a los portugueses-, no era considerado en dicho video, “Donostia 1813: víctima de tres imperios”, como un imperio más -el cuarto, junto con el británico, el español y el napoleónico- de los que, según la argumentación de dicho video, convierten en víctima inocente de aquella batalla a la ciudad de Donostia el 31 de agosto de 1813 y días posteriores. 

Un detalle capital ese despectivo olvido que hace muy poco por recuperar la esencia de dichos acontecimientos tan lamentables como condenables -incluso en la época, como se puede leer en la “Historia” de sir William Napier, una fuente documental básica sobre esos hechos-, ya que, de los cuatro imperios enfangados en aquella larga guerra que sacude al Mundo desde 1805 hasta 1815, el portugués es uno de los más longevos. No dándose por desaparecido hasta, nada menos, que el año 1974. Cuando unos cuantos militares portugueses con una gran fe en la democracia, se rebelan contra la dictadura de profesores universitarios -que también las hay- puesta en marcha en Portugal por Oliveira Salazar en la era del ascenso de los Fascismos, en la ominosa Europa de los años treinta del siglo XX.

Resulta, sí, verdaderamente asombroso el olvido de detalles así en “Donostia 1813: víctima de tres imperios”, cuando tenemos a mano películas como “Capitanes de abril” de María de Medeiros -cineasta invitada en su día al Festival de Cine de San Sebastián-, o, por sólo citar otro ejemplo, los relatos de uno de los principales literatos portugueses de la actualidad, António Lobo Antunes. 

Unos en los que se recuerda, a menudo, su etapa en el ejército de aquel Tardosalazarismo, como uno más de los jóvenes oficiales que no están dispuestos ni a morir en Angola, ni a soportar un día más una dictadura en la metrópoli. Los mismos que en aquel abril de 1974 aguardan pegados a sus radios y transistores la emisión -emocionante emisión- de la canción “Grândola,  Vila Morena” de José Afonso. La consigna convenida para echarse a las calles y aplastar los restos de aquella dictadura -evidentemente de corte imperialista- que se resiste desde Lisboa a renunciar -costase lo que costase- al gigantesco imperio portugués erigido desde comienzos del siglo XV en África central.

Al margen de ese despectivo -y garrafal desde el punto de vista histórico- olvido del cuarto imperio en liza en torno a San Sebastián en 1813, el descuido más grave, sin embargo, en esa argumentación sacada de contexto en el montaje final de dicho video “Donostia 1813: víctima de tres imperios”, es olvidar que, independientemente de los donostiarras -y sobre todo las donostiarras- convertidas en víctimas circunstanciales el 31 de agosto y los primeros días de septiembre de 1813, los vascos -y entre ellos muchos donostiarras- han jugado, antes y después de esos días de oprobio, de verdadera revulsión para cualquier donostiarra que los recuerde o los conmemore con un lógico -y justificable- resentimiento, el papel de verdugos de muchos otros seres humanos. Encuadrados para tan desagradable papel -el de verdugos- entre las filas dirigentes tanto del imperio español como del británico y su fiel aliado, el portugués. 

En diversas ocasiones les he hablado de un navegante getariarra, Manuel de Agote y Bonechea, de quien he publicado varias cosas y entre otras una pequeña biografía en la Enciclopedia Auñamendi que pueden recuperar online con sólo consultar los índices de esa obra de referencia.

Fue contemporáneo de cierto general “Buonaparte” cuyos  progresos seguía con tanta admiración como inquietud en 1797, cuando a él, a Manuel de Agote y Bonechea, se le ordena volver desde China a Europa, porque la Real Compañía de Filipinas española -constituida en buena parte por capitales vascos- consideraba que tanto su estado de salud, como otras circunstancias hacían necesario su pase a un segundo plano y a un merecido y opulento descanso en su villa natal de Guetaria -hoy Getaria- al que él, sin embargo, no quiso resignarse. 

Los irremplazables “diarios” de Manuel de Agote y Bonechea -en posesión de la Diputación guipuzcoana a fecha de hoy-, en parte fruto de su frenética actividad hasta el día de su muerte prematura, nos hablan de muchas cosas sobre la región de Asia-Pacífico a finales del siglo XVIII. Por ejemplo, la cada vez más enconada rivalidad con la Compañía de las Indias Orientales británica que en esos momentos -en los días del “taipan” Manuel de Agote-, se encuentra en una situación desesperada al ser incapaz de equilibrar su balanza comercial con China, al carecer de plata de alta calidad -justo la que se produce en la América española- para poder comerciar con otro imperio: el del Centro, más vulgarmente conocido como “China”.

Algo que provoca en tiempos de Manuel de Agote gestos desesperados -casi abyectos- por parte de los “taipanes” británicos para poder atraerse la amistad y benevolencia del getariarra, que es el hombre que controla en ese momento y lugar el flujo de la  plata imperial española, y asimismo tratar de involucrarlo en el tráfico de opio que en esos momentos ya están estudiando desde Londres como medio para hundir definitivamente  a la orgullosa estirpe de los Hijos del Cielo. 

Algo en lo que Manuel de Agote no querrá entrar, zafándose cortésmente de las propuestas de los “taipanes” británicos…

 Pero la Historia no acaba con ese gesto decente de Manuel de Agote y Bonechea  rechazando un tráfico de opio peligroso y en el que, por otra parte, con su control del flujo de plata americana, no tenía ningún motivo para entrar. 

Continúa en detalles, por ejemplo, como la astronómica confiscación de bienes de la Real Compañía de Filipinas durante la invasión de las tropas convencionales de territorio vasco en 1794, como recogí en detalle en un artículo publicado en el Boletín de Estudios Históricos sobre San Sebastián no hace muchos años.

O, si se quiere, en desencuentros entre británicos y españoles sobre la explotación de Asia, manifestados incluso durante la Guerra de Independencia. De los que la destrucción de Donostia podría haber sido -según indicios bastante razonables- el más lamentable de todos ellos. 

Unos desencuentros que, sin embargo, no durarán demasiado, teniendo en cuenta las cordiales relaciones que se restablecen entre españoles y británicos en las primeras décadas del siglo XIX para, por ejemplo, despedazar China por medio del tráfico de opio y plata. Uno en el que muchos comerciantes vascos afincados en Asia-Pacífico serán una pieza clave, como a partir de aquí nos lo cuenta con más detalle el profesor Álvaro Aragón.

Se trata de un hecho fundamental cuyo recuerdo debemos en estas fechas, en cualquier video, en cualquier libro que se precie del adjetivo “de Historia”, a los muchos miles de víctimas asiáticas o africanas causadas por comerciantes vascos -en connivencia con británicos y portugueses- durante muchos años después de que San Sebastián fuera arrasada el 31 de agosto de 1813, y días subsiguientes, en un episodio que muy bien pudo tener su origen en una nueva escenificación de las enconadas rivalidades entre imperios coloniales como el español, el británico, o, no lo olvidemos, el portugués.

 

2. Segunda reflexión. Del tráfico de opio y esclavos a la Filantropía. Vida de algunos magnates decimonónicos vascos (Menchacatorre, Zulueta, Matía…) 

Por Álvaro Aragón Ruano 

El maniqueísmo, esto es, diferenciar entre buenos y malos, es en Historia un arma peligrosa, que incluso se puede volver en contra de quien la utiliza. Los juicios históricos, que más bien son juicios ideológicos, nos llevan a prejuzgar ciertos fenómenos históricos como buenos o malos en función de nuestros valores actuales, pero como bien sabe el lector también estos, los valores, tienen su propia historia y son cambiantes: lo que antaño era algo asumido, en la actualidad es considerado inenarrable, condenable, criticable; lo que hoy es considerado positivo, aceptable, asumible, tal vez en un futuro no muy lejano sea rechazable, inasumible.

Por ello, hacer juicios de valor, dividir la historia entre buenos y malos, es ciertamente peligroso y no es una de las finalidades de la historia. Por mucho que les pese a algunos, la historia no está para enjuiciar el pasado, sino para conocerlo, desentrañarlo, descifrarlo, para obtener lecciones que nos ayuden a entender el presente y a afrontar el futuro. 

En esta ocasión vamos a recordar un pasaje de la historia vasca que bajo la perspectiva y los valores actuales sería totalmente execrable y que haría que nos rasgásemos las vestiduras, clamáramos al cielo y nos sonrojásemos, pero que en la época fue moneda habitual, totalmente aceptada, no sólo entre los vascos y los españoles, sino entre todos los estados y potencias del momento. Nos estamos refiriendo a dos cuestiones íntimamente relacionadas, a pesar de que a priori pueda parecer que no tienen conexión alguna, de las que ya nos previno de manera muy sibilina el genial Pío Baroja en sus novelas marítimas, con títulos como La Estrella del capitán Chimista: la participación de los vascos en la trata asiática y el comercio de opio durante el siglo XIX, que permitieron a personajes como José Matía Calvo amasar increíbles fortunas, gracias a las cuales en la etapa final de sus vidas pudieron realizar obras de caridad y proyectos asistenciales.

En cuanto a la participación vasca y española en el negocio del opio fue Josep María Fradera quien ya hace unos años ilustró esta historia. El origen del opio, el anfión de los españoles, término derivado del árabe afiyun, es muy antiguo, pues parece que los sumerios allá por el 2.000 a.C. ya lo utilizaban. Durante el Imperio Romano tuvo gran difusión, gracias a la protección del estado. Sin embargo, con el advenimiento del cristianismo se prohibió su uso, aunque el mundo islámico lo toleró. Precisamente, esta tolerancia facilitó su expansión en el Próximo Oriente y Asia Central durante los siglos XVI y XVII, siendo el Imperio Otomano y la Persia Safawida los principales centros de producción. 

Pero fue la llegada de los europeos, portugueses, holandeses, franceses e ingleses a Asia, lo que imprimió una escala superior al comercio del opio, sobre todo cuando la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (VOC) se implicó en dicho negocio, siendo sustituida en el siglo XVIII por la Compañía Inglesa de las Indias Orientales (EIC), que entre 1770 y 1780 produjo una auténtica revolución, todo ello en el marco de la conquista de la India, que desde entonces se convirtió en el principal centro productor. Inglaterra, donde el opio era consumido a través de su ingesta con fines terapéuticos, y la EIC mantuvieron el monopolio sobre su comercio hasta 1911, momento en el que el rechazo de la opinión pública internacional hizo imposible seguir con ese tráfico. Fue de tal magnitud el negocio del opio que en torno a 1858 se llegaron a obtener casi 40 millones de libras esterlinas. Tal vez en otra ocasión hablemos de las diferentes guerras del opio que libró el Imperio Británico en pos de introducirse en los mercados asiáticos y chino.

La Compañía de Filipinas, sustituta de la Real Compañía de Caracas, a partir de 1785, fue el principal vínculo de España con las posesiones y comercio británicos en el sudeste asiático; gracias a su base en Cantón se especializó en el comercio de tejidos de algodón indios. En 1819 Lorenzo Calvo y el vasco Gabriel Iruretagoyena, que habían sustituido en Cantón a los anteriores factores, Pedro Echebagaray y Francisco López de Omara, se introdujeron rápidamente en el negocio del opio. Aprovechando las posibilidades abiertas por la compañía, varios vascos se establecieron en Calcuta (Laruleta, Mendieta o Uriarte), junto a aragoneses como Irisarri, desde la que exportaron hacia China. Dichos comerciantes vascos se asociaron con varios comerciantes escoceses que operaban allí; los primeros aportaban sus contactos desde Manila -y desde México y Cuba, lo cual será esencial para la trata- y los segundos sus contactos en Calcuta y capital. 

Entre 1823 y 1830 algunos de estos comerciantes vascos y españoles, como Gabriel Iruretagoyena y Eugenio Otaduy, ya de forma independiente, se trasladaron a Macao, ciudad portuguesa en China desde la que el Imperio Británico operó y se introdujo en el mercado chino hasta la fundación de Hong Kong en 1842.

Precisamente, ese es el momento en el que los Zulueta entraron en el negocio de la trata de esclavos, los años treinta del siglo XIX. La participación de los vascos en la trata de esclavos negros africanos, ya desde el siglo XVI, es conocida gracias a libros como Esclavos y traficantes. Historias ocultas del País Vasco, publicado por José Antonio Azpiazu o incluso por obras de carácter más general, como La trata de esclavos. Historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870. Aunque sin duda las aventuras de los mencionados Zulueta son las que más ríos de tinta han producido entre la historiografía vasca, con infinidad de artículos y monografías, de las que destacamos las realizadas por autores como Joseba Agirreazkuenaga, Xabier Ibarzabal, Ángel Bahamonde y Gregorio Cayuela, Urko Apaolaza o Félix Luengo. 

Por esas fechas, y a pesar del tratado firmado entre Inglaterra y España en 1817 prohibiendo el tráfico de esclavos negros, Julián de Zulueta y Amondo (1814-1878) -primer marqués de Álava y vizconde de Casa Blanca- estableció tratos con los negreros portugueses Pedro Blanco, Cardozo, etc., con el apoyo de la casa comercial Zulueta y Cía de Londres, de la que era factor en La Habana. A partir de 1847 los Zulueta entraron en el negocio de la trata de indios del Yucatán y Venezuela y en el transporte y colocación de coolies o culies chinos desde Macao con destino a Cuba. Aunque la compañía Zulueta y Cía se retiró del negocio para la década de los años cincuenta, Julián Zulueta siguió en él a partir de la década de los años sesenta hasta su muerte: entre 1858 y 1862 entraron en Cuba más de 100.000 esclavos negros, muchos de los cuales fueron introducidos por Zulueta. Gracias al negocio negrero, Julian Zulueta pudo comprar una serie de posesiones en Cuba en las que estableció ingenios de azúcar, con el nombre de Alava y Vizcaya, convirtiéndose en el tercer productor de Cuba.

En el caso concreto de la trata asiática, los coolies -que en teoría eran esclavos contratados por un período de tiempo, tras el cual serían liberados- eran suministrados desde Cantón, Macao, Wampoa y Anoy. Como hemos visto, en estas ciudades, sobre todo las dos primeras, existía una numerosa colonia comercial española y vasca, amén de otras europeas. Además de ser comerciantes, la mayoría de ellos realizaba una función diplomática: vascos como Garreta y José Ramón Orbeta comerciaban con seda y eran diplomáticos del gobierno español acreditados en China. Así mismo, cerca, en Filipinas, residía una nutrida colonia de vascos, entre los que destacan los Zubiri, Aldecoa, Eguiruz, Inchausti, Matía Calvo, Aguirre, Arrechea, Olaguibel o Rotaeche, que mantenían estrechos vínculos comerciales y personales con las Antillas. Muchos de ellos volverían a la península una vez amasadas sus fabulosas fortunas. 

En 1846 la casa comercial Matía, Menchacatorre y Cía de Manila fue la primera en aportar los barcos y medios necesarios para el transporte de los 600 primeros asiáticos que llegaron a la Habana. José Matía Calvo había nacido en Llodio el 6 de julio de 1806, pero emigró a La Habana y finalmente se trasladaría a Cádiz, desde donde gestionaría sus negocios. En la mencionada compañía estaban también el vizcaíno Claudio Menchacatorre y el guipuzcoano Fernando Aguirre, además del escocés -una vez más vascos y escoceses juntos- James Tait, que tenía como base de operaciones Amoy, desde la que contrataba a los chinos que luego serían trasladados a Cuba, Perú -para la extracción del codiciado guano- y otros lugares.

El círculo se cerraba con Juan Bautista Arrechea, quien operaba desde Manila. Todos ellos combinaban la venta de sedas chinas, azúcar, tabaco, maderas y especias con la trata. Matía Calvo pretendía introducir en Cuba hasta 20.000 asiáticos, aunque finalmente sus proyectos no se llegaron a cumplir al cien por cien, y los introducidos fueron menos, si bien comerciantes como el cántabro Manuel Bernabé Pereda introdujeron unos 10.868 asiáticos entre 1853 y 1858. Para llevar a cabo sus negocios Matía Calvo contaba en la corte de Madrid con la inestimable ayuda de varios amigos, como José Antonio Orbeta, representante del grupo Cucullu-Orbeta, y del financiero Carlos Jiménez del Castillo, representante de la firma londinense Zulueta y Cía; de hecho Matía Calvo mantuvo correspondencia fluida con Pedro José de Zulueta, II Conde de Torre Díaz, cabeza del clan Zulueta. Junto a Julián Zulueta, del que ya hemos hablado, figuraban como los primeros compradores de chinos otros hacendados vascos como Ignacio Arrieta o Domingo Aldama. 

José Matía Calvo, que murió soltero y sin descendencia en Cádiz en 1871, dejó en su testamento -redactado en 1870- la mayor parte de su fortuna a la creación de dos asilos, uno en Cádiz y otro en Donostia; concretamente, en Cádiz el asilo de Balón, en la plaza Mina, construido a partir de 1883, cuyo edificio sirve hoy de sede de la Delegación de la Junta de Andalucía, y en Donostia el asilo de Ibaeta, donde hoy se sitúa la Fundación Matía Calvo, por todos conocida y a través de la cual su fundador -el aludido José Matía Calvo- trató de redimir -no se puede decir que sin éxito- sus pasadas audacias mercantiles por medio de esa obra social aún hoy en funcionamiento.

Por tanto, que nadie saque conclusiones precipitadas ni tenga la insana tentación de enjuiciar esta parte poco conocida de la historia vasca, porque si siempre actuásemos desde planteamientos maniqueos nos quedaríamos sin monumentos, palacios, museos, plazas, nombres de calles y memoria histórica, pues en la mayoría de los casos, tras las épicas y heróicas historias de los personajes históricos se esconden, lo que en la actualidad consideraríamos oscuras, sucias y repugnantes realidades. Cada acontecimiento histórico corresponde a un contexto y a una realidad históricas que no pueden ser enjuiciadas desde prejuicios y valores actuales y presentistas. 

Los historiadores, y sus lectores, deberíamos hacer el esfuerzo -lo que no siempre ocurre- de trasladarnos a aquellas épocas y ponernos en la piel y en la mente de aquellos personajes, con sus mentalidades, expectativas, valores, desgracias y fortunas, y no hacer juicios apresurados y banales, desde intereses políticos y partidistas, que no llevan a ninguna parte. La Historia es historia y no hay buenos ni malos, puesto que lo que para unos puede ser bueno, para otros es malo. 

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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