Por Carlos Rilova Jericó
Ayer mismo, el domingo 25 de agosto de 2013, se procedió en las calles de San Sebastián a la lectura de un documento histórico que en unos meses cumplirá la venerable cifra de dos siglos de antigüedad.
Así las cosas, acertarán los que hayan pensado al leer estas líneas que el documento en cuestión es uno relacionado con las guerras napoleónicas y, por supuesto, con la penúltima campaña de las mismas desarrollada, fundamentalmente, en territorio guipuzcoano y navarro.
Para ir concretando, se trataba del que contiene los 79 testimonios recogidos por el juez de primera instancia de San Sebastián, Pablo Antonio de Arizpe, a partir del mes de octubre de 1813. Exhaustivas investigaciones como la firmada por Luis Murugarren Zamora en 1993, ya han dado buena cuenta de su contenido. E incluso han transcrito completamente ese documento del Archivo Municipal de San Sebastián, donde se conserva una copia encuadernada del mismo.
Para los que no hayan leído ese libro, ya agotado, ni hayan podido asistir a un par de conferencias impartidas por el profesor Luis Castells Arteche en las que hacía un minucioso análisis de ese documento, les diré que, en sustancia, la función del juez Arizpe era esclarecer los hechos del 31 de agosto de 1813, preguntando uno por uno a varios testigos supervivientes -por una u otra razón- de la que ya hemos denominado en esta serie como “batalla de San Sebastián”. Esa que se prolonga entre el 28 de junio y el 5 de septiembre de 1813.
No hay nada en esa información judicial elaborada por Arizpe que la distinga de otras miles conservadas en centenares de archivos. El procedimiento es el habitual en estos casos. Se convoca a los testigos, se les pregunta su edad, de dónde son vecinos, su oficio, y, a continuación, se les pide que respondan a una serie de preguntas que puede improvisar el juez que lleva la causa, o bien se han redactado previamente, como ocurre en el caso que nos ocupa.
Las preguntas que redactó Arizpe tratan de esclarecer cuándo y cómo los soldados británicos y portugueses deciden destruir San Sebastián mientras están aplastando la última resistencia que les ofrece la ya muy diezmada guarnición napoleónica que trata, hoy hace doscientos años, de mantener esa plaza fuerte en poder del emperador Bonaparte, y, con ella, la última llama de esperanza napoleónica. Actuando casi como si de un cuento de hadas se tratase: un puñado de valientes defendiendo un airoso castillo, esperando a que el héroe providencial llegue a lomos de un caballo -blanco, por supuesto, Napoleón cuidaba mucho esos detalles- para poner en fuga a los que asedian esos muros.
El resultado es un recargado documento de más de cien folios en el que donostiarras de toda edad -dentro de la legal-, sexo y condición van reconstruyendo las horas trágicas en las que la ciudad es sistemáticamente saqueada, incendiada y, en fin, destruida, junto con muchos de sus habitantes, física y moralmente.
Como ocurre siempre con esta clase de documentos -es decir, las informaciones judiciales- su lectura requiere afinar mucho el oficio de historiador para poder llegar a alguna conclusión válida a partir de él. Es decir, sacar de ese viejo documento algún conocimiento válido, que ayude a entender al menos parte de lo que ocurre en esos días de horror. Los que siguen al momento en el que las defensas francesas en los baluartes de San Sebastián ceden a mediodía del 31 de agosto de 1813.
La mayoría de los testimonios de esa información elaborada por el juez Arizpe, vienen a coincidir en algunas cuestiones. Por ejemplo, la hora y el lugar donde empiezan los desmanes de algunos oficiales y muchos soldados angloportugueses. Fue en torno a la una del mediodía y entre la Plaza de la Constitución -hoy rebautizada de nuevo con su nombre de la época absolutista: “Plaza Nueva”-, la parroquia de San Vicente y la calle 31 de agosto -en aquel entonces llamada de la Trinidad- pegante al monte Urgull donde se estructura hasta el 5 de septiembre el último núcleo de resistencia francesa.
Otros testimonios, como suele ser habitual en esta clase de documentos, divergen y cuentan versiones distintas de los mismos hechos. Es algo perfectamente natural y bien conocido por historiadores, antropólogos, sociólogos… Incluso tiene nombre. Se le ha llamado “efecto Rashomon”, en honor a la película de Akira Kurosawa de ese mismo título, “Rashomon”, en la que cuatro testigos diferentes dan cuatro versiones divergentes sobre un mismo hecho: un asesinato de lo más sórdido en el Japón que se ha llamado “feudal”.
Ninguna de las versiones que vemos en “Rashomon” es enteramente falsa ni enteramente verdadera. Cada testigo cuenta la verdad que él o ella ha visto desde su perspectiva, desde su punto de vista, incluso desde unos prejuicios tan arraigados que quien los padece ni siquiera es consciente de ellos.
La conclusión racional a la que parecen querer llevarnos Kurosawa primero y algunos historiadores que han reflexionado sobre la cuestión después, es que la verdad más aproximada sobre un hecho jamás puede reconstruirse a través de un único testimonio aislado. Algo que sabían muy bien los jueces de 1813 y de, como poco, los tres siglos anteriores, que exigían, como mínimo, dos testimonios diferentes para que fueran dados por válidos como prueba en un juicio y ellos empezasen a considerar el asunto en serio y no lo desestimasen bajo la categoría de “litigio temerario”.
En el campo de la Historia hay ejemplos magníficos, que advierten del cuidado con el que es preciso manejar fuentes como la instruida por el juez Arizpe en 1813 para llegar a ese mínimo de verdad histórica, de conocimiento histórico válido, que es el que buscan, por supuesto, los historiadores y todos los interesados en la Historia.
Es el caso de “Los cristianos de Alá”. Un estudio histórico en el que Bartolomé y Lucille Benassar -él uno de los más prestigiosos hispanistas franceses- tratan de reconstruir estadísticamente, y por otros medios, la vida de los miles de cristianos que, entre el siglo XVI y el XVIII, caen en manos de corsarios al servicio de las potencias islámicas asentada en el Norte de África y, por muy distintas razones, deciden abjurar del Cristianismo. Algo de lo que tendrán que dar cuenta ante las distintas Inquisiciones -francesa, española, italianas…- cuando regresen a esta orilla del Mediterráneo obligados por la fuerza, por pura casualidad o, incluso, por voluntad propia…
El conjunto de ese trabajo es un magnífico mosaico de eso que ahora se llama “experiencias vitales” y que hacen casi infinitas las razones que explicaban las razones por las que un buen católico francés, español, italiano… de aquellos siglos renegaba de su fe y se hacía musulmán. Desde admiración por aspectos de la religión mahometana -no representar físicamente las cosas sagradas, por ejemplo-, móviles sexuales tirando a sórdidos, disimular para encontrar la oportunidad de fugarse a territorio cristiano y otras…
En cualquier caso “Los cristianos de Alá” es toda una ejemplar lección de Historia sobre cómo deben manejarse fuentes como la que creó el juez Arizpe en octubre de 1813. Una lección a la que se pueden añadir muchas otras.
La primera, por ejemplo, que la lectura simple -y parcial- de un documento de hace doscientos años informa sólo muy relativamente de un hecho. Se trata, en efecto, tan sólo del testimonio de un grupo de personas que, por extenso que sea, no puede abarcar la experiencia vivida en esos mismos momentos por otros cientos o miles de personas en el radio de acción de esos hechos. Es preciso, como sabe cualquier historiador, contrastar ese documento con muchos otros -tantos como sea posible- para poder saber con más exactitud -y veracidad- qué ocurrió en determinado lugar y momento de la Historia. Es lo que se llama “autentificar” un documento, un proceso muy similar al que se usa en otras ciencias antes de dar por válido un experimento, o presentar en sociedad una nueva teoría.
En el caso de la instrucción del juez Arizpe, las observaciones de sir William Napier, oficial del Estado Mayor británico vertidas en su “Historia de la Guerra peninsular” -vieja conocida de los lectores de esta serie-, son verdaderamente valiosas.
En efecto, sir William corrobora en su obra, cuando habla de la destrucción de San Sebastián, aquello en lo que están de acuerdo la mayoría de los testigos de Arizpe: que las tropas bajo mando de Napier y el de otros oficiales británicos y portugueses, destruyen deliberadamente la ciudad, incendiándola, e infligiendo a sus habitantes supervivientes toda clase de vejaciones físicas y morales, matando a muchos de ellos, actuando de un modo tan inexcusable como indigno de gentes civilizadas. Hasta el punto de que muchos de sus compañeros hablan de los protagonistas de esa ordalía con desprecio y compasión hacia las víctimas de esos desmanes.
Así se corrobora, con ese contraste entre las palabras de las víctimas y las de uno de los mandos de los autores materiales de aquellos hechos, la autenticidad, la fiabilidad, de lo que a ese respecto dicen, con diferentes matices, esos 79 testigos.
Otros aspectos de ese documento elaborado por el juez Arizpe no tienen la misma suerte. No hay, por el momento, otras fuentes documentales, que corroboren algunos de los testimonios vertidos en esa información judicial. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la hoy polémica cuestión de si realmente el general en jefe del Cuarto Ejército español, el portugalujo Francisco Xavier de Castaños y Aragorri, había dado órdenes de pasar a sangre y fuego la ciudad una vez fuera tomada por asalto.
En ese caso, reflejado en una pequeña parte de la instrucción ordenada por Arizpe, no hay, en efecto, documentación disponible que corrobore -como ocurría en el caso anterior- esas menos de diez declaraciones -de un total de 79- en las que algunos donostiarras se hacen eco de cierto rumor que corre incluso antes del incendio de la ciudad. El que decía que ese general, Francisco Xavier de Castaños y Aragorri, había dado orden de pasar a sangre y fuego la ciudad. Afirmación hecha por varios soldados portugueses y británicos que alguno de los testigos de Arizpe, caso del número 3, el presbítero de San Vicente y Santa María, rechazan como “absurda especie” con la que aquella soldadesca desmandada trataba de justificar lo que estaba haciendo. Un testimonio al que, curiosamente, no se dio ningún relieve en la lectura de este domingo organizada por la asociación “Donostia Sutan“ -“San Sebastián en llamas”, para los que nos leen más allá de las fronteras del euskera-, insistiendo en la más que supuesta responsabilidad del general Castaños de un modo casi enfermizo y, desde luego, muy poco de acuerdo con los métodos de investigación y divulgación de ese conjunto de hechos que, normalmente, llamamos “Historia”.
En efecto, otros documentos disponibles en torno a la conducta del citado general -alguno de ellos ya publicado en el número V de esta serie- muestran a un oficial al entero servicio de las autoridades publicas del territorio guipúzcoano recién liberado de la dominación napoleónica. Uno en el que por su parte no tomará ninguna clase de represalias que pudiéramos definir como “políticas”, a pesar de estar plagado, ese territorio recién liberado, de colaboracionistas -caso de Azpeitia y Tolosa- y de otros personajes con conductas políticas -de total afinidad con la revolución francesa de 1789 y la española de 1808- que al citado general Castaños, como saben quienes lo han estudiado, le entusiasmaban tan poco como lo mucho que irritaban a su buen amigo mylord Wellington.
Son sólo un par de ejemplos sobre el exquisito cuidado que se debe poner a la hora de transmitir “Historia” a un público no especializado, tal y como ocurrió en San Sebastián este último domingo, cuando se pretendió -según todos los indicios- que una simple lectura -parcial y muy sesgada- de un único documento ilustrase algo sobre esos hechos históricos de la penúltima campaña de las guerras napoleónicas, menos conocidos de lo que su importancia real exigiría.
La intención de lecturas como esa puede ser buena, pero el resultado dudoso, por todo lo dicho hasta ahora y más dudoso aún si tras ejercicios como ese hay algún ajuste de cuentas político con un pasado que nada sabía de cuestiones tales como un más que supuesto enfrentamiento entre “vascos” y españoles” a comienzos del siglo XIX con las guerras napoleónicas como telón de fondo. Ideas políticas tan ajenas a los habitantes del año 1813 como conceptos tales como “motor de explosión” o, por sólo poner un ejemplo más, “cohete interplanetario”.
Así las cosas, realmente no se debería invertir dinero público, ni alentar desde instituciones públicas, un manejo tan burdo, tan poco profesional, de una cuestión tan delicada como lo es el estudio y la transmisión de la Historia como el que se escenificó este domingo 25 de agosto de 2013 en algunas calles de la Parte Vieja donostiarra, reduciendo un episodio clave en las guerras napoleónicas -la batalla de San Sebastián y todas sus espantosas consecuencias- a un relato alterado de tal modo que cualquiera de los muchos especialistas en esa materia -las guerras napoleónicas-, tan seguida a nivel mundial, lo encontraría, en el mejor de los casos, risible, por no usar otros términos más contundentes.