Por Carlos Rilova Jericó
Ahora, en la segunda mitad del verano -no olvidemos que septiembre, por más que empiece el curso escolar, es un mes estival-, quiero dedicar este correo de la Historia a un personaje histórico -por más de una razón- al que hace ya tiempo quería traer a estas páginas, aprovechando la asociación de ideas “verano-historias de piratas”.
Se trata de nada más, pero tampoco nada menos, que el Corsario de Hierro. Supongo que todos los que esta página leen y tienen de treinta y muchos para arriba sabrán de quién les estoy hablando.
Lo conocerán por haber leído alguno de sus álbumes -seguramente con fruición-, por habérselos comprado a sus hijos -quién sabe si con la intención de leer ávidamente esas viñetas cuando la criatura estaba distraída o en el colegio-, por ser el beneficiario de dicha compra, o por birlárselos a su hermano mayor de la impoluta colección apilada y guardada bajo siete llaves con más recuerdos de una infancia que ya se desvanecía.
Al resto de los mortales tal vez les suene de alguna reedición de esas viñetas -como las que ha hecho Ediciones B- o de ediciones especiales en gran folio que han pululado hace pocos años por la sección de cómics de muchas librerías y similares.
El Corsario de Hierro, a pesar de tener -casi- los mismos padres -Víctor Mora y Ambrós- que el Capitán Trueno y el Jabato y compartir con ellos muchas similitudes -sobre todo en su físico y en el de sus adláteres- no es tan conocido como dicho capitán, al que se le dedicó incluso una canción -“ven, Capitán Trueno, haz que gane el bueno…”, etc.-, ha conocido múltiples reediciones en medios de comunicación de masas, fue alabado por célebres filósofos como ejemplo de vida y dispone de “merchandising” al nivel de los personajes de Disney.
Es una pena que esto sea así. No porque el bueno del Capitán Trueno no sea digno de tanta alabanza y parabién -incluso de que su película hubiese tenido mejor suerte-, sino porque el Corsario tiene algunas virtudes históricas que en el Capitán y el Jabato no estaban tan bien definidas.
Quizás eso sea debido a que ambos, Trueno y Jabato, nacieron en una España gris y aplastada por una desgarradora guerra civil y una represión sin fin, ejercida durante décadas por los vencedores de aquel desastre con el consentimiento de una Europa occidental vencedora del Fascismo en la Segunda Guerra Mundial, pero no por eso menos gris y pacata, aunque fuera menos sanguinaria y policíaca.
En ese ambiente, publicar algo ligeramente diferente al coriáceo Guerrero del Antifaz, era todo un éxito. Ya fuesen los chistes del “Tio Vivo”, o las aventuras de un guerrero íbero -el Jabato- más irreductible que la aldea de Astérix frente al invasor romano (por más que su novia fuese una bella romana llamada Claudia), o las de un capitán español -Trueno- amigo de Ricardo Corazón de León y participante en las Cruzadas, amante de una princesa escandinava rubia, lista y escultural, aventurero incansable, y, sobre todo, y eso es lo más importante, martillo de tiranuelos varios que nunca faltaban a la cita en sus viñetas, para que el Capitán diera un escarmiento con ellos…
Sí, la verdad es que Mora y Ambrós se apuntaron con ambos personajes un gran tanto bajo las mismas barbas de la dictadura, socavando los pilares del régimen divulgando valores contrarios a sus esencias más fundamentales e irrenunciables.
Pero el Corsario de Hierro era algo que iba un paso más allá. Nacido en una España en la que aquel régimen se sostenía ya apenas, cada vez más impresentable y anómalo en una Europa que dejaba atrás la gris posguerra mundial.
Vino así al Mundo el Corsario de Hierro en una España, la de los setenta, donde se consolidaban los bikinis, las divisas extranjeras, los turistas ávidos de sol y playa, los utilitarios a plazos como el “Seiscientos” y poco después asequibles modelos deportivos -hoy verdaderos clásicos- como el Seat 124 sport, una clase media…
A eso en los libros de Historia reciente se le ha llamado, muy gráficamente, el Aperturismo, o fase aperturista de la Dictadura, tras la Azul o claramente fascista hasta 1945, o la de la Autarquía hasta el año 1953.
Y en ese abrir la mano, apareció ese héroe que iba mucho más allá de lo que nunca pudieron ir el Jabato o el Capitán Trueno.
En efecto, el Corsario de Hierro estaba muy orgulloso de ser español, pero estaba a miles de millas marinas de la idea casposa sostenida por el régimen con eslóganes tan burdos como el de “ser español es la única cosa seria que hoy se puede ser”.
Su historia comenzaba en 1642 -consulten “La mano azul” en el tomo 1 de la reedición de Ediciones B-, cuando un pirata inglés, Mano Azul, asaltaba el barco mercante de su padre, “El rey del Mar”, que volvía a puerto cargado de seda y especias. La tripulación española, empezando por su capitán, se defendía a muerte pero era finalmente vencida y capturada. Mano Azul, implacable, los ejecutaba a todos. Incluido el futuro Corsario de Hierro que entonces sólo contaba 12 años. Por un gesto de compasión de uno de los piratas, el niño lograba escapar tras ser pasado por la plancha y vivía y crecía para vengarse de Mano Azul durante un largo número de episodios.
Una tarea nada fácil pues, como ya se veía en ese primer episodio de la serie, Mano Azul, tras prosperar con la piratería y el tráfico de esclavos, acababa ascendiendo a Lord Benburry. Personaje bien recibido incluso por la versallesca y empelucada corte inglesa de Carlos II Estuardo. Idílico ascenso social continuamente ensombrecido por el Corsario de Hierro, que se dedicaba a hundir o capturar los barcos del antiguo pirata.
A partir de ahí, Ambrós y Mora llenaron cientos de viñetas con las más rebuscadas aventuras. Estaban llenas de anacronismos. Por ejemplo del Gran Fuego de Londres en 1666 -en el que se desarrolla la primera aventura del Corsario y en la que conoce a sus inseparables compañeros, el masivo escocés Mac Meck y el asténico y caricaturesco Merlini-, se salta en otras ocasiones a muchos años antes. Por ejemplo al sitio de La Rochela de 1628 -véase “La ciudad sitiada” en el tomo 7 de Ediciones B-, lo cual no estaba nada mal teniendo en cuenta que antes de eso el Corsario y sus amigos habían estado en la guerra entre franceses y británicos por la posesión de Canadá, iniciada a partir de 1664. Tal y como se indica en la primera de las historietas dedicada a esa apasionante aventura, “La guerra del Canadá” -véase el tomo 4 de Ediciones B-.
Pero, al margen de esas acrobacias en el túnel del tiempo, el Corsario era una serie magnífica, todo un testigo de la evolución de la propia España, un héroe a la medida de un país más rico y más culto y que, tímidamente, empezaba a sacudirse el régimen.
Sólo por eso, y por lo bien que uno se lo pasaba en aquella burbuja de Libertad en estado puro, de promesas de un futuro mejor encerradas entre viñetas, se le podían perdonar esos deslices al inefable Corsario, que estaba por las relaciones interraciales -véase su flirteo con Diamba-, tenía un barco llamado “Human Rights”, luchaba contra el tráfico de esclavos desde Eden End -la base secreta de su madre adoptiva, la Vieja Dama del Mar- y por la Justicia y la Libertad frente a tiranos como Lord Benburry o el capitán Kincaid, demostrándonos así que no teníamos que avergonzarnos, ni doblarnos como lacayos, ante unos anglosajones o unos franceses que no habían tenido una Historia mejor que la nuestra y muchas veces habían protagonizado incluso una aún peor…