Por Carlos Rilova Jericó
Como me suele ocurrir a menudo he dado muchas vueltas a qué es lo que podría contar hoy en este nuevo correo de la Historia.
Esta vez el habitual rayo de luz que suele colarse en las espesas nieblas que rodean, por lo general, mis procesos mentales llegó de un interesante documento sobre el que estoy trabajando ahora.
Se trata de unas memorias de guerra escritas a partir del “diario” de un soldado escocés, Alexander Somerville, enrolado en la que se llamó Legión Auxiliar Británica. Un cuerpo que Gran Bretaña, al parecer un tanto contrita y arrepentida de sus errores hacia España en el Congreso de Viena veinte años atrás, en 1815, cuando se zanjan las guerras napoleónicas, tras Waterloo, envía a luchar del lado de los liberales españoles y, lógicamente, contra el partido reaccionario y absolutista encarnado en lo que comúnmente se llama en España, desde 1833, “carlistas”.
El libro fue publicado en el año 1838 en Glasgow, como podrán apreciar por la imagen que acompaña a este texto. Como suele ocurrir con este género de obras, leerla es casi tan fácil como leer la mejor de las novelas de aventuras de Emilio Salgari y supera, de lejos, a las famosas novelas de Bernard Cornwell. Tenido, a veces con razón y a veces sin ella, como un maestro en la novela histórica ambientada entre 1776 y 1865.
Sí, Somerville cuenta con todo lujo de detalles y anécdotas todo lo que le pasa en España desde que se suma a la Legión Auxiliar Británica, deja atrás las costas de Escocia y desembarca en Santander con ese variopinto grupo de huidos de la Justicia, viejos soldados, aventureros y entusiastas de la vida militar (es decir, la Legión Auxiliar Británica), para reforzar a las tropas españolas que luchan porque en España -y si es posible también en Portugal- se consolide otra monarquía constitucional como la que en esos momentos tienen en Gran Bretaña y en Francia. Algo que a Londres, las cosas como son -o más bien como eran en 1835- no le iba a venir nada mal para abrir un mercado más a sus manufacturas -como nos lo recuerda Gonzalo de Porras, acaso uno de los principales especialistas españoles en la Legión Auxiliar Británica- y contar con un aliado más frente a los gigantescos imperios absolutistas del centro y el Este de Europa, que empiezan en esos momentos a proyectar una sombra demasiado alargada sobre Gran Bretaña, su antigua aliada frente a un Napoleón que ya es sólo una ilustre reliquia olvidada en la isla de Santa Elena.
Entre las muchas historias que cuenta Somerville una me ha llamado poderosamente la atención.
Se trata de la novela de piratas más breve que jamás haya leído. Sin embargo, a pesar de su brevedad -nada que ver con los tratados de Daniel Defoe sobre el tema- es realmente magnética.
Este bravo soldado escocés la cuenta en apenas dos páginas -de la 30 a la 31- de un libro de 288.
Dice así: un grupo de compañeros, hasta sumar ocho, desertan cuando el grupo de la Legión Auxiliar Británica del que forma parte Somerville está acantonado en un lugar que él llama San Antonio y, según dice, está, más o menos, a medio camino entre Santander y Bilbao.
Estos desertores, que se llevan todo su equipo y armas, se batirán contra las tropas españolas con las que, se suponía, debían combatir a los carlistas. Después de eso, Somerville oyó que habían escapado en un bergantín anclado cerca de esa población que él llama San Antonio y que estaba allí dispuesto para largar velas con rumbo a Santander.
Somerville dice que, en principio, muchos no creen esa historia relativa a que los desertores estuviesen conchabados con la tripulación de un bergantín. Sin embargo, pronto se confirma que faltan equipos y bagajes de la Legión Auxiliar Británica y han desaparecido también varios hombres y hasta dos oficiales…
¿Qué fue de ellos?. Según Somerville su destino pudo ser el que le contó un superviviente del grupo que finalmente había logrado llegar a Glasgow de vuelta.
El desertor superviviente decía que la tripulación del bergantín, cuando salieron del puerto de Santander, los había detenido y encerrado en el sollado, defraudando sus esperanzas de que el barco volviera a Inglaterra. Allí, bajo cubierta, los tuvieron por espacio de seis semanas, vigilados por hombres que entraban en aquel lugar -cuando entraban- armados con sables y pistolas…
Por la posición de los escasos rayos de sol que entraban por los respiraderos de aquel sollado, los desafortunados desertores dedujeron que el barco tomaba rumbo Oeste.
Sus captores los trataron bien. Al menos, dice el desertor, les dieron abundante comida y bebida y les aseguraron que, una vez arribasen a Nueva York, quien quisiera podría quedarse allí. Una historia que no convenció a nadie pues, en buena lógica, ¿para que los tenían encerrados y los vigilaban si después iban a poder irse al tocar puerto en Estados Unidos?.
Pronto se confirmaron esos temores cuando un tipo de aspecto hosco -así lo describe el desertor- les dice por medio de un interprete que deberían ayudar a llevar el barco y tal vez luchar. Para el desertor superviviente que contó todo esto a Somerville, parece claro desde entonces que han sido secuestrados por un grupo de piratas con obvias intenciones de engrosar con ellos sus filas.
El desertor dice que la tripulación era de lo más variopinta -portugueses, españoles, italianos y dos ingleses- y tuvieron que sumarse a ella de manera más o menos voluntaria.
El objetivo, según les dijo el capitán que tan abruptamente los había reclutado, era asaltar el barco mercante estadounidense que este documento llama La Granga. Lo capturarían en su viaje de vuelta desde Río de Janeiro, para hacerse con la que ese filibustero describe como una rica carga…
Tras esto la tripulación de aquel bergantín pirata se preparará para esa maniobra. Los cañones fueron zafados, se comprobaron pistolas y mosquetes… sin embargo los piratas se encontraron con una desagradable sorpresa al amanecer del tercer día de persecución de su posible víctima: la vela que habían visto en el horizonte no era la del mercante, sino la de una fragata de guerra de los Estados Unidos.
Aquella fragata de la Armada yankee, por supuesto, les persiguió. Sin embargo los piratas lograron huir, aunque no por eso escaparon de un terrible huracán que acabó por estrellar su barco mientras buscaba refugio en el Delta del Misisipí.
A ese naufragio sólo sobrevivieron seis hombres de aquella variopinta tripulación pirata del año del Señor de 1835. Uno de ellos era ese desertor de la Legión Auxiliar Británica que contó a Somerville, tiempo después -por lo menos los tres años que iban de 1835 a 1838, los que transcurren entre la llegada de la Legión Británica y su regreso-, aquella historia tan increíble que parece no ser cierta.
Aunque seguramente lo sea, porque en esas fechas cosas tan inverosímiles todavía eran parte de una realidad en la que no existían ni los GPS, ni los satélites de comunicación, ni muchas otras cosas que han hecho nuestro mundo más seguro pero, tal vez, menos emocionante que uno en el que, desde las costas de Estados Unidos, si se miraba con atención, aún se podían ver auténticos barcos piratas mientras, por ejemplo, Edgar Allan Poe escribía en tierra sus poemas y relatos.