Por Carlos Rilova Jericó
Ya lo habrán notado, si han leído este correo de la Historia de manera asidua, que esta página generalmente no suele seguir, de semana en semana, con el mismo tema.
En 2013 sí se hizo una serie continuada de artículos sobre la misma cuestión, a veces firmados sólo por mí, a veces en colaboración con otros socios de “Miguel de Aranburu”, como el profesor Álvaro Aragón Ruano. Pero eso fue a causa del bicentenario del fin de la Guerra de Independencia española, que casi nos imponía ese trabajo.
En esta ocasión no es ningún bicentenario sino la fuerza de las circunstancias lo que obliga a seguir hablando del mismo tema una semana más. ¿Y cuáles son esas circunstancias?. Pues fundamentalmente que estamos, queriendo o no, metidos, de lleno, de nuevo, en una guerra -en este caso contra el Estado Islámico o DAESH- y que ante ella ha habido algunos elementos políticos de nuestras sociedades afortunadamente democráticas que han desempolvado pancartas con el slogan “¡No a la Guerra!”.
El lema no puede ser, a primera vista, más noble, menos criticable. La Guerra, como les dirán incluso muchos militares, que son los que la conocen más de cerca, es una verdadera desgracia. Hay, ciertamente, muchos motivos para reclamar, como ahora hacen, o quieren hacer, muchos españoles seguidores de partidos considerados y/o autodenominados “de Izquierda”, que no vayamos a la Guerra.
El historiador, que conoce ese asunto -la Guerra- de manera más o menos cercana, también puede estar perfectamente de acuerdo con ellos. Basta con recoger algunos pasajes de Historia militar para convencerse de que eso -la Guerra- no es nada bueno, así, considerado a primera vista. Vamos a verlo merced a algunos ejemplos que nos proporciona John Keegan -uno de los principales historiadores militares británicos- y, también, gracias a alguno que otro recogido en mis propias investigaciones.
Empezaremos con los ejemplos que nos da Keegan en su magnífico libro “El rostro de la batalla”, donde analiza con toda seriedad qué supone realmente la Guerra. Ese fenómeno que él estuvo enseñando, hasta su muerte en el año 2012, a los futuros oficiales británicos de la prestigiosa academia militar de Sandhurst.
La primera descripción es un fragmento de lo que se sabe sobre las consecuencias de una batalla medieval, la de Azincourt, ocurrida el 25 de octubre de 1415, y que enfrentó a los ingleses dirigidos por el celebre -gracias a Shakespeare- Enrique V y a los franceses, en el marco de eso que llamamos “Guerra de los Cien Años” .
Nos cuenta Keegan lo siguiente en las página 117 y 118 de la edición española de su libro: “Las heridas de los franceses tenían un pronóstico más grave. Muchos habían sufrido heridas penetrantes, por flechas o por ataques por los puntos débiles de sus armaduras. Las que hubiesen perforado los intestinos, con el vaciamiento del contenido de estos en el abdomen, resultaban fatales, la peritonitis era inevitable. Las penetraciones en la caja torácica, que probablemente habían arrastrado fragmentos de vestimenta sucios producirían con toda seguridad una septicemia”. A eso añade Keegan las numerosas heridas con hundimiento de cráneo o rotura de la columna vertebral al caer del caballo. Mortales de necesidad porque la Cirugía de la época no podía tratarlas y que abocaron a los que las sufrieron a una lenta agonía que, en algunos casos, duró hasta el amanecer del 26 de octubre, cuando llegaron los saqueadores ingleses y sus bien llamadas “dagas de misericordia” con las que remataron a estos desahuciados…
La siguiente descripción la cita literalmente Keegan de un testigo de una de las más crudas batallas de la Primera Guerra Mundial, la del Somme, que el 1 de julio del año que viene cumplirá sus primeros cien años.
El testigo en concreto, nos dice Keegan en la página 282 de su libro, es Rowland Feilding (sic), miembro de un selecto regimiento británico, los Coldstream Guards, que describe, en una de sus muchas cartas a su mujer, ese celebre campo de batalla en estos términos: “La vista era inspiradora y magnífica. De derecha a izquierda, pero en especial frente a los franceses (…) el horizonte entero parecía estar en llamas, con las explosiones de los proyectiles mezclándose con el humo de los pueblos que ardían”.
Sin duda, como podemos apreciar por ambos testimonios, los franceses víctimas de la certera puntería inglesa en 1415, o de la Artillería alemana en 1916, no encontrarían nada “inspirador” o “magnífico” en un hecho, la Guerra, que tales desgracias personales les había causado. Por el contrario es más que probable que unos y otros encontrasen más de un motivo para apoyar el slogan “¡No a la Guerra!” que ahora quiere alzar, de nuevo, parte de la Izquierda española.
No serían los únicos. Consideremos un caso más antes de concluir. ¿Recuerdan al caballero que sirvió de ilustración al artículo de la semana pasada? ¿No? En tal caso les ofrezco un nuevo recorte de esa acuarela.
El autor de la misma era un oficial de Caballería ligera francesa, Clerjon de Champagny, que, con sus apuntes del natural, dio base a la litografía final de Langlumé publicada junto a las otras 39 con las que se ilustró su “Album de un soldado durante la Campaña de 1823 en España”.
En el texto que acompaña a esta acuarela, Clerjon nos dice que fueron siete los antiguos bonapartistas, ahora aliados de los liberales españoles desde 1820, que, vistiendo este uniforme -el de granadero de la Guardia Imperial de 1815-, cayeron con el primer disparo de Artillería del Ejército absolutista francés hecho en Irún, desde el lado Norte del Bidasoa. Su agonía duró horas en aquella mañana de 6 de abril de 1823 que Clerjon describe inundada por “los dulces rayos de un sol de primavera” que invitaba a amar la vida. Unas luces que habían iluminado las frentes de estos que “unos instantes después dejaban de existir”, causando una gran consternación entre los legitimistas franceses. Sobre todo en Clerjon de Champagny, que, tras asistir a la agonía de tres horas de uno de estos antiguos bonapartistas -“un hombre de unos treinta y seis años de edad, de aspecto noble y altivo” y que sólo respondía a las preguntas que le hacían murmurando oraciones en latín-, confiesa que acabó por odiar la Política para siempre por ser causa de tales dramas humanos…
Bien, como vemos, si consideramos en detalle las consecuencias de la Guerra, decir que “No” a ella es casi una obligación moral. ¿Quién puede querer ser testigo de las agonías de otros seres humanos durante horas, durante una noche incluso, o ver pueblos enteros en llamas?. Sólo una mente desorientada. sólo alguien que jamás ha estado “allí”, en el corazón de la batalla, pasando miedo, arriesgando su vida o su integridad física, salvo excepciones como las de Feilding… Sólo alguien que confunde la épica de los cuadros de batallas o de las películas “de guerra” con esa cruda realidad.
Ahora bien, después de todos esos matices, después de considerar que la Guerra no es sólo épica, sino cosas, al fin, nada épicas como la suciedad, la miseria, el hambre, la muerte en condiciones tristes, indignas… no queda más remedio que constatar otro extremo de la cuestión: la Guerra es una desgracia que no se elige, hay individuos que no tienen escrúpulo en provocarla -por eso es imposible prescindir de un Ejército propio- precisamente porque dichos individuos son completamente ajenos a todas esas consideraciones. Es más, porque la vida humana y su dignidad les importan un bledo y consideran que se puede matar, a diestro y siniestro, a otros que no son “verdaderos creyentes”, o miembros de la raza superior aria, por ejemplo…
Así pues, antes de cerrar filas detrás de una pancarta con ese simplificador “¡No a la Guerra!”, ¿no deberíamos considerar que, aún a pesar de las turbiedades políticas y económicas escondidas entre las bambalinas de toda guerra, esa no es precisamente la actitud más inteligente para enfrentarse a, por ejemplo, Hitler o el DAESH, que fueron, o son, esa clase de gente que hace inevitable la Guerra, que se ríe del Pacifismo en su propia cara antes de montar las armas para disparar sobre esos corderos humanos que, por cálculo político, cobardía o cualquier otra razón, son incapaces de hacerles frente?.
Piénsenlo bien, no queremos víctimas civiles, mutilados, heridos que agonizan durante horas, muertos sobre el campo de batalla, refugiados o pueblos en llamas. Claro que no.
¿Cómo pedir ese sacrificio a otros y mas si no vestimos el uniforme ni hemos estado nunca en un campo de batalla que no sea simulado?. Claro que no. Pero, ¿qué debemos hacer entonces frente a quienes consideran la Guerra contra nosotros como un deber y, de hecho, como una auténtica satisfacción, gente que ya ha declarado, como en el caso del DAESH, que sólo aspira a destruirnos porque no le gusta nuestro modo de vida, nuestras creencias más íntimas e irrenunciables?.
¿“¡No a la Guerra!”?. De acuerdo, pero sólo cuando todo el Mundo sea de esa misma sana opinión. Por si acaso, por mero instinto de conservación…