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Carlos Rilova

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“El señor Iradier, supongo” o apuntes sobre la pobreza del imaginario histórico hispánico (1868-2017)

Por Carlos Rilova Jericó

Esta semana podría haber hablado en este nuevo correo de la historia de, por ejemplo, aspectos desconocidos de la Batalla de Waterloo que celebró su 202 aniversario este domingo pasado, pero finalmente no he podido desechar la tentación de escribir algo sobre el eminente victoriano (y vitoriano) Manuel de Iradier y, así las cosas, he pensado que era inevitable dejar ese material para otra ocasión.

La idea de hablar del explorador Manuel de Iradier hace tiempo que me daba vueltas. El detonante final para decidirme a dedicarle un espacio en un correo de la Historia, ha sido alguna reacción que ha seguido a la muerte, verdaderamente heroica, del abogado español Ignacio Echeverria que, como recordaremos, cayó apuñalado por islamistas en el último atentado que, en nombre del DAESH, se perpetró en Londres.

Su única arma, como ya sabemos, era su patinete. Un deporte urbano del que Echeverria era un auténtico fanático y que venía de practicar cuando, sin pensárselo dos veces, se lanzó sobre los islamistas para, según unas versiones, defender a una mujer que estos estaban acuchillando, o, según otras, para ayudar a un “bobbie”, a un policía metropolitano de Londres, que estaba intentando atajar ese mismo ataque.

Desde ese momento no dejaron de aparecer los reconocimientos en la prensa española y en la del resto de Europa. También a nivel mundial.

Así bien aparecieron en los periódicos unas cuantas viñetas que ese día no se dedicaron al humor, sino a rendir homenaje al valeroso acto del joven abogado madrileño.

Precisamente es una de ellas la que nos va a llevar hasta Manuel de Iradier y la cuestión de la pobreza del imaginario histórico hispánico. Esa viñeta apareció en el “ABC” de 8 de junio de 2017, firmada por José Manuel Puebla. En ella se ve a Ignacio Echeverria, con su patinete bajo el brazo, siendo recibido en el Cielo por Don Pelayo y Blas de Lezo, que le hacen un arco triunfal con sus espadas.

Como no podía ser menos en un país como España, las opiniones respecto a esa viñeta han quedado divididas desde un principio. En ese espejo deformante de España que es el famoso Forocoches, hubo un usuario que calificó la viñeta de “cuñadística”.

Yo me limitaré, en esta ocasión, a señalar que la viñeta de Puebla, con o sin intención, mostraba un imaginario histórico realmente pobre. Por supuesto el artista tiene un tiempo y un espacio limitado y así es muy libre de elegir sintetizar su intención en tres figuras y no en un gran friso de, pongamos, 8, 10, ¿12? personajes.

El problema aquí no es ese. El problema es que en casi todos los medios se repite ese pobre esquema que, con intención o sin ella, reflejaba la viñeta de Puebla. Una y otra vez. En redes sociales, en novela histórica… Hoy por hoy parece que no hay más héroes españoles que don Pelayo o Blas de Lezo. Sencillamente asombroso. La impresión de precariedad que eso da es también asombrosa. Difícil de creer, de hecho, en un país que es la cuarta economía de una de las áreas más desarrolladas del Mundo.

En Francia, tan despreciada por ese nacionalismo español de charanga y pandereta, la base mínima del elenco de personajes históricos que se considera han hecho algo heroico, memorable, digno de ser homenajeado, es, como mínimo, de en torno a unas diez figuras básicas a las que se reconoce su valía, sin distinción de sexo o sesgo político (más afín a la Derecha o a la Izquierda). La serie empieza con Vercingétorix. Suele seguir con un equivalente francés al Pelayo español, el rey Clodoveo I. De ahí se pasa a San Luis rey de Francia (el equivalente al rey castellano-leonés Fernando III el Santo). Luego viene Santa Juana de Arco. Luego Francisco I (no sólo equivalente, sino rival del rey-emperador español Carlos I). Después viene Enrique IV (fundador de la dinastía Borbón hoy reinante en España). Tras el simpático rey conocido como el “verde galán”, en esa lista aparece, imprescindible, el equivalente al Conde-Duque de Olivares. Es decir, el cardenal Richelieu. Después Luis XV. Un rey dieciochesco que, aliado a España, hizo unas cuantas guerras. Unas, por cierto, en las que las tropas de línea españolas conquistaron para Francia la hoy famosa Costa Azul (ya saben, Cannes, Niza, etc…). De ahí se suele pasar a los héroes de la época revolucionaria. Como La Tour d´Auvergne, oficial que, por cierto, puso sitio a San Sebastián en 1794. Aunque es más habitual pasar a Napoleón. Esta lista, como ven, tan transversal y tan variada, utilizada para enseñar los fundamentos cívicos a los niños franceses durante generaciones, acaba con Napoleón III, a veces con De Gaulle…

No suelen faltar en ella figuras de grandes exploradores. Por ejemplo Champlain (colonizador y explorador del actual Canadá a principios del siglo XVII), el fundador de la ciudad de Detroit, en 1701, Antoine de la Mothe, que, con su segundo apellido, dio nombre a un hoy famoso coche (el “Cadillac”), o bien Brazza, fundador de Brazzaville en África.

En el imaginario hispánico está claro  -como se deduce de la viñeta de Puebla y de muchas otras fuentes- que tan rica y bien adornada lista, sencillamente, no existe. Así, por ejemplo, es fácil leer comentarios en Internet de personas que, según todos los indicios, son curiosas, leen etc… y, sin embargo, descubren asombradas lo que llaman “exploradores españoles de reglamento”, con salacot y todo. Como es el caso del vitoriano Manuel de Iradier y Bulfy.

El aludido nació en la capital alavesa en 6 de julio de 1854. Desde muy joven se interesó por lo que otra gente de su generación o de la anterior estaba haciendo, tratando de poner algo de luz sobre África. Llamada entonces el continente negro porque, a esas alturas del siglo XIX en las que Iradier actúa, aparte de sus zonas costeras, apenas era conocido.

De hecho, entre 1868 y 1869, cuando un tal Henry Morton Stanley, un periodista y aventurero estadounidense, recaló por Vitoria para enviar crónicas sobre la previsible nueva guerra entre carlistas y liberales tras el triunfo de la revolución Gloriosa, el joven Manuel contactó con él para saber cómo seguir sus pasos de explorador en África. Allí donde Stanley pronunciaría su famosa frase “el dr. Livingstone, supongo”, cuando se encontró con el también famoso explorador británico en el lago Tanganika en 1871.

Stanley, parece ser, recomendó al joven vitoriano que explorase las posesiones españolas en Centroáfrica. Así lo hizo Manuel Iradier, convirtiéndose en ese “explorador de reglamento” al que algunos aluden. Para ello hizo frente a todas las dificultades y las condiciones extremas a las que hicieron frente personajes como Burton, Speke, el propio Henry Morton Stanley o Livingstone. Sí, Manuel Iradier luchó contra fuerzas muy superiores, se jugó la vida ante ellas, como se la pudo jugar, en su día, aquel noble visigodo que hoy llamamos don Pelayo o un general guipuzcoano como Blas de Lezo en el año 1742. O, por resumir la lista, los miles de soldados, misioneros, o exploradores que, desde el siglo XIV, estaban saliendo de la Península para descubrir el Mundo, llevar nuevas ideas a otras partes de él o, sencillamente, levantar mapas de esas tierras desconocidas. Desde Juan de la Cosa en el siglo XV hasta el general Juan Prim a mediados del XIX.

Todos ellos tenían una cara oscura. Como la tenían los héroes franceses o británicos. Por ejemplo, por no dejar de hablar de exploradores decimonónicos de África, son notorias las barbaridades que Stanley perpetró en África mientras exploraba y, de hecho, colonizaba esas tierras para uno de los imperios europeos más crueles que se han conocido: el del rey belga Leopoldo II. Las exploraciones de Iradier, finalmente, sirvieron casi para lo mismo. Es decir, no sólo para conocer mejor esa parte del Mundo, sino para colonizarla y explotarla económicamente hasta bien entrado el siglo XX.

Naturalmente en países avanzados y maduros, como Francia o Gran Bretaña, ese pasado está difundido y perfectamente asimilado. Con esas luces y sombras.

En el imaginario hispánico, eso, naturalmente, es hoy por hoy imposible. Es el único resultado que se puede esperar en un país como la España actual, que ni siquiera conoce su pasado más allá de, apenas, un par de figuras puntuales; un país en el que causa asombro pensar que los españoles han hecho exactamente lo mismo (lo bueno, lo malo y lo peor) que otros europeos; un país, en definitiva, en el que la Historia se trocea en función de las vanidades locales o de las afinidades políticas actuales (“cuidado con Iradier, que era masón”, por ejemplo), buscando hacer exclusivamente local lo que es general. O excluir al enemigo político de cada cual de esa Historia que debería ser común. Como sí lo es en Francia o en Gran Bretaña.

Así las cosas, es imposible hacer nada. Ni tan siquiera rendir decentemente homenajes tan merecidos como el de Ignacio Echeverria. Una vez más lo más asombroso del caso es que ese país, España, siga siendo, todavía, de momento, mínimamente funcional en semejantes condiciones, convirtiéndose así en una verdadera curiosidad histórica digna de estudio. Como cualquier otra anomalía o singularidad (dicho sea todo esto no precisamente en términos de elogio).

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Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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