Por Carlos Rilova Jericó
Aquellos eran otros tiempos, qué duda cabe. Hubo quien los llamó “década prodigiosa” aunque en términos estrictamente históricos, la década de los sesenta del siglo pasado fue, si acaso, más bien un quinquenio prodigioso. El de 1965 a 1970.
Fue en 1965 cuando en Londres algo empezó a cambiar en la acartonada, aunque satisfecha, Europa de la posguerra mundial. La Música tal vez fue lo primero. Pero el aspecto, la imagen, la estética, la moda, empezó a alterarse también radicalmente.
Si en épocas pasadas podía haber existido alguna diferencia de vestimenta entre las distintas edades -jóvenes frente a maduros- esa no hizo más que agigantarse a partir de ese momento, en el que se empezó a distinguir a la gente precisamente por estilos de vestir radicalmente diferentes.
De ese modo, la vestimenta de un joven de 20 años empezó a no parecerse, en absoluto, a la de su padre. Como había sido habitual en los años 30, 40 y 50. Y aquello, que podía parecer un detalle banal -pero no lo era- sólo fue el principio.
Así, a partir de 1968 en adelante y, al menos hasta 1978, la sociedad occidental -y la del resto del Mundo que aspiraba a sus estándares de vida- comenzó a cambiar radicalmente. Prodigiosamente si se quiere, incluso.
La Música clásica, los adocenados “crooners” que habían triunfado estrepitosamente en los cincuenta, fueron enviados al baúl de los recuerdos, al rincón de lo kitsch en el mejor de los casos. O tuvieron que renovarse o morir. Ahí están figuras como las de Tom Jones -o, en el solar patrio español, Raphael- para que midamos la intensidad de ese cambio acelerado entre, digamos, 1965 y 1970.
La nueva e inquieta sociedad que se sacudía las últimas telarañas de los años del Miedo, de la guerra mundial (o ediciones locales suyas como la civil española) y de su respectiva posguerra, reclamaba algo más. Y lo que surgió de ahí fue una Música nueva aparejada a una estética total, invasiva, que era absolutamente irreconocible para la sociedad que la había precedido.
Así aparecen una serie de evoluciones del Rock and Roll que había abierto una tenue, pero cuestionada, brecha a partir de mediados de los años cincuenta.
Así, para 1971, se había ido mucho más lejos de cualquier cosa que hubieran hecho los primitivos Beatles o Elvis Presley. Muchachos algo provocadores y gamberros, pero que, todavía, con el traje adecuado y algo de trabajo de barbería (aunque no demasiado), podían ser presentados a mamá y papá como un buen partido, o como unos amigos aceptables. Eso sí, con las necesarias correcciones para que su estridente -pero remuneradora- música fuese aceptada como una extravagancia más que socialmente admisible, dado su carácter evidentemente lucrativo.
Ese cambio acelerado entre 1965 y 1971 se hizo visible precisamente en figuras como esas. Basta con comparar la estética de los Beatles o de Elvis Presley en sus primeros años, con la que unos y otro adoptan a partir de 1970. Los trajes y corbatas han desaparecido, los cortes de pelo algo alocados -pero aún dentro de lo aceptable para la sociedad establecida- han sido sustituidos por insultantes melenas. O por un tupé hiperdesarrollado (inaceptable en el medio rural de Kentucky, por ejemplo) flanqueado por patillas de boca de hacha, parte esencial de la provocación estética propia de esa época que hay quien ha llamado de modo impreciso “hippie”.
Y es que el Mundo era ya para entonces propiedad de otros audaces muchachos que buceaban en toda clase de experiencias, de mundos prohibidos y semiprohibidos. Caso de las drogas capaces de alterar enteramente la realidad -como el LSD- convirtiéndolo en una sofisticada alucinación, más allá, mucho más allá, de las puertas de la percepción normal. Un “viaje” (según la jerga de la fecha) del que, a veces, incluso no se volvía.
Al parecer, para 1971 ya no quedaba nada que pudiera ser tomado en serio. Y la Historia no fue una excepción. Aunque podemos decir que nuestra ciencia tuvo bastante suerte -como tantas otras cosas- gracias a esa verdadera revolución cultural.
En efecto, esa nueva estética amaba, en cierto modo, el Pasado. Nace así, junto con ese nuevo Rock irreductible -dotado de una estética tan provocadora como destructora del convencionalismo social- el Folk. Con él se redescubre y se reinterpreta, desde ese nuevo Rock y esa nueva estética, la música tradicional. La banda Steeleye Span da buena prueba de ese cambio. Discos suyos como “Below the salt” son el ejemplo perfecto de lo que esa nueva era piensa de la Historia y el cariño que le ha tomado.
En parte reflejo de esa actitud, surgen en esas fechas curiosos nombres para grupos de Música algo alejados de ese estilo musical Folk con el que, sin embargo, comparten escenario y, a veces, canciones como “Whiskey in the jar”.
Así habrá una banda, muy próxima a esa otra clase de Música, pero también al nuevo Rock, que adoptará como nombre el de Jethro Tull, sin que por ello se les considere una insoportable antigualla. Un “rollo” que huele a mohoso libro de texto y a profesores acartonados, amargados y, por tanto, sencillamente insoportables para personas que quieren aprovechar algo más la vida.
En esa misma línea hay grupos en la cresta de la ola de esa modernidad, que elegirán como reclamo para ese público joven, vitalista, irreverente… nombres creados por personajes históricos -o referentes a ellos- que, sin duda, habrían sufrido un ataque de cólera al saber que esos melenudos -vestidos con ropas coloristas, desaliñados pantalones de campana y similares aditamentos estéticos- les habían tomado la palabra -y el nombre- para que miles de jóvenes que ansiaban parecerse a ellos -y beberse la vida a grandes sorbos- los adorasen y aclamasen en multitudinarios conciertos en los que flotaba algo más que un leve olor a hierba quemada y aspirada…
Desde luego, si un serio agrónomo del siglo XVIII llamado Jethro Tull se hubiese topado con Ian Anderson y su descarada banda, tal vez habría sufrido un síncope al ver como esos extraños vagabundos (quizás escapados del Hospital de Bedlam), paseaban su nombre -el del inventor de nuevas técnicas de cultivo para beneficio de la Humanidad- como sello y bandera para hacer rugir de entusiasmo a miles de jóvenes también con aspecto de sufrir lo que un ilustrado sólo podía definir como locura colectiva.
Otro tanto le hubiera ocurrido al almidonado conde Zeppelin, de haber sabido que otro grupo de muchachos de largas greñas había hecho lo mismo con el nombre de su amado dirigible, que tanto protagonismo tuvo entre la Primera y Segunda Guerra Mundial. Ese artefacto llamado “Zeppelin” que hoy muchos, todavía, añadiendo el término inglés “led” (“dirigido”) delante, sólo identifican con una de las mejores bandas de rock de aquella época, de aquellos diez años entre 1968 y 1978.
Menos dudas debería haber sobre lo que un hombre tan serio y tan conservador como Henry Ford hubiera pensado sobre que unos extravagantes -con aspecto de blancos capturados y adoptados por alguna tribu de indios “salvajes”- se hubieran apoderado y modificado -como marca y seña de identidad- del apodo que se puso a su maravilloso utilitario. El mítico Ford T que podía comprarse en cualquier color -siempre que fuera negro…- llamado por su gran resistencia “Tin Lizzie”. Un juego de palabras compuesto de “tin” (“hojalata”) y el diminutivo de Isabel -en inglés, Lizzie- que era el nombre genérico dado a las sirvientas leales y trabajadoras…
Así quedó para la Historia reciente ese testimonio, de cómo una nueva generación, una nueva época, se apropió de la Historia para darle la vuelta de manera más bien irónica, reutilizando nombres y palabras de ese pasado que representaban justo lo contrario de lo que ellos y sus seguidores ansiaban: Jethro Tull… un ilustrado del siglo XVIII, destructor de la bienamada Naturaleza salvaje y la Agricultura tradicional, el conde Zeppelin representante del Militarismo prusiano, o el montaje en cadena esclavizador y deshumanizador perfeccionado por Henry Ford para producir a miles el Ford T, el Tin Lizzie…
Sin duda, un gesto que, en apariencia banal, nos dice mucho sobre la Historia reciente de la que salió este aún desorientado Mundo en el que hoy vivimos.