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Carlos Rilova

El correo de la historia

El allure de Napoleón o algo de Historia sobre las fundas de leopardo

Por Carlos Rilova Jericó

oficial-de-cazadorss-de-la-guardia-imperial-a-caballo-thedore-gericault-museo-del-louvre-circa-1812Hoy, por fin, el correo de la Historia de esta semana ha podido eludir todo otro tipo de centenario, compromiso o similar que le obligase, como tan a menudo, a meterse en terrenos históricos algo controvertidos y pantanosos.

En efecto, hoy nos vamos a ir a una pequeña parte de la Historia que, sin embargo, y por difícil de creer que parezca, permanece muy poco transitada a pesar de que más de dos generaciones de motoristas y automovilistas la han convertido en un ícono algo jocoso. En principio, puede parecer una historia de la Historia de cuarta categoría, una anécdota para endulzar el comienzo de la segunda semana de agosto para aquellos que aún no se han ido de vacaciones. O para divertir a los que ya se han ido.

Sin embargo, dando vueltas al tema me ha parecido, además de oportuno para llenar este espacio una vez más, también interesante para reflexionar, con media sonrisa de lado, sobre cómo se escribe la Historia y la deuda que el Presente tiene con un pasado más o menos remoto…

El tema en concreto, es la razón histórica por la que alguien decidió en un momento dado, allá por los años 60 del siglo XX, que poner fundas de piel -sintética- de leopardo en los asientos de serie de motos o coches, era -o debía ser- algo rematadamente chic.

Puede parecer difícil creer que hubo alguna razón histórica para que alguien decidiera fabricar, en serie y en serio, esa tapicería sintética que hoy día se ha convertido en toda una broma, en un canto a la horterada más irremediable y que, de hecho, creo que nadie se atreve a usar ya. Salvo como guiño intencionado al arte decorativo kitsch.

Sin embargo, por difícil de creer que parezca, sí hubo más de una razón histórica para que alguien pensase, en serio, que hacer fundas sintéticas de leopardo para asientos de motos y coches podía ser una gran idea.

Vayamos, pues, al principio de la cuestión. Según algunos blogs de moda como “My dear Claude” https://mydearclaude.com/2018/11/09/limprime-leopard-petite-histoire-du-plus-felin-des-motifs/, el uso decorativo-simbólico de la piel de leopardo, puede remontarse hasta la Antigüedad, a las primeras culturas donde la apropiación de la piel del animal implicaba la apropiación de sus virtudes: fuerza, agilidad, independencia…

Según ese blog, prueba de ello es su uso como prenda distintiva de los altos rangos sociales en determinadas culturas africanas o bien su presencia en imágenes de la diosa de la Sabiduría egipcia, Seshat, portando la piel de un leopardo.

Desde entonces, como también reconoce “My dear Claude”, el uso de las pieles de leopardo, naturales o sintéticas, ha tenido muchos altibajos, desde lo más chic hasta lo vulgar. Es decir, desde los abrigos de leopardo de actrices como Marian Nixo, que se paseó con uno de ellos -y un leopardo vivo- por Hollywood Boulevard en 1925 y el de Jackie Kennedy, hasta los pantalones pitillo imitando esa piel usados por los punkies de comienzos de los 80.

Pero especialistas en moda como “My dear Claude” ayudan poco a comprender cómo es que la sagrada -para africanos y egipcios- piel de leopardo acabó, allá por los años sesenta del siglo pasado, convertida en tapicería sintética para motos y coches.

La lógica deductiva, tan necesaria a los historiadores, como bien señalaba Carlo Ginzburg, apunta a que la última razón para eso habría que buscarla, una vez más, en el allure del mundo napoleónico, en la constante campaña de propaganda de la que Bonaparte supo rodearse desde que comenzó su imparable ascenso a partir del año 1800.

Entre los muchos autores que han tratado esta figura, no son pocos los que han subrayado que el futuro emperador sabía manejar con bastante habilidad la cuestión de la imagen. Luigi Roma, por ejemplo, en el volumen dedicado a Napoleón en una serie de grandes biografías, indicaba como tras acceder al puesto de primer cónsul a partir de esa fecha, el Corso sabrá abandonar oportunamente el uniforme por ropajes burgueses más tranquilizadores. E igualmente sabrá rodearse de pompa y esplendor cuando le parezca oportuno. Por ejemplo, el día de su coronación como emperador.

En esta cuestión lo que valía para él, valía para esa que el mismo Luigi Roma define como su “máquina de Guerra”. Es decir, el Ejército napoleónico que, según algunos autores, ha sido el mejor que ha tenido nunca Francia. Al menos hasta 1813…

En efecto, el Ejército napoleónico, que marca la pauta a los demás ejércitos europeos en uniformidad, tanto aliados como enemigos, busca deslumbrar, apabullar con todo un despliegue de grandes sombreros de dos picos, chacós, colbacs de piel de oso, penachos hiperbólicos, plumeros igual de visibles en desfiles y campos de batalla, botonaduras hiperdesarrolladas, pieles, entorchados…

Si en los cuerpos regulares napoleónicos ese despliegue era más o menos discreto, aunque notable, en los cuerpos de élite parece que no había límite a ese esplendor visual destinado, obviamente, a apabullar tanto a las masas enfervorizadas que asisten a los desfiles, como a los enemigos en el campo de batalla.

Eso era verdaderamente notable en las unidades de élite de la Caballería napoleónica. Los húsares, por ejemplo. no podían conformarse con simples mantas de lana para proteger a sus monturas de los roces de la silla. Si era posible tenían que utilizar caras pieles para demostrar, tanto a la entusiasta plebe que les aplaudía en las calles de París como a sus rivales en campos de batalla como Austerlitz, Wagram, Tilsit…, que se encontraban ante una fuerza avasalladora, que no reparaba en gastos para poner en pie de guerra a verdaderos gallos de pelea con el plumaje más reluciente y amenazador que se pudiera encontrar.

Una pintura de época, de Thédore Géricault, lo refleja perfectamente. La obra, realizada hacia 1812, y que está hoy en su versión original en el Museo del Louvre de París, muestra a un oficial de los cazadores de la Guardia Imperial en el campo de batalla. Se le ha solido confundir con un húsar, por la similitud de sus uniformes, pero, en realidad, este cuadro de Géricault representaba, sin lugar a dudas, a la élite de las élites napoleónicas. Es decir, a un oficial del cuerpo encargado de velar por la seguridad personal del emperador, pues a Napoleón en sus desplazamientos públicos lo rodeaban siempre cuatro hombres de esa unidad. Destinados, obviamente, a parar una bala o a dispararla sobre quien intentase atentar contra su emperador.

Como se puede apreciar en el cuadro de Géricault, el oficial luce todos los arreos propios del Ejército napoleónico y, más aún, de su élite: el colbac de piel de oso con el largo plumero con la divisa roja y verde propia de las tropas ligeras de la Guardia, el dolmán cubierto de alamares y botonadura, la pelliza terciada al hombro -aunque, en realidad, al estar a punto de entrar en carga, debería llevarla puesta sobre el cuerpo como defensa-, el sable curvado, las botas húngaras y, por supuesto, una silla lujosa con una manta para el caballo que, efectivamente, era una piel de leopardo…

Evidentemente alguna relación tuvo que haber entre esa magnificencia napoleónica y la oferta de fundas para motos y coches fabricadas en serie con ese mismo diseño. Una sugerencia al consumidor del siglo XX para que, comprando esa mercancía ya adocenada, se sintiera como todo un guardia imperial de Napoleón…

El cálculo comercial salió bastante errado, al convertirse esas fundas -más allá del guiño a lo kitsch- justo en lo contrario a aquello que representaban bajo las sillas de montar de la Guardia Imperial a caballo. Sin embargo, el intento, aunque más o menos fallido, es otra interesante muestra del prestigio que consiguió Napoleón con un imperio que, en realidad, no duró más de diez años y acabó en una estrepitosa derrota. Sin duda toda una lección para países como la España actual, en la que todavía es más bien poco lo que se ha conseguido hacer para que -propios y extraños- se persuadan de la magnificencia de su imperio de tres siglos, aún hoy muy poco valorado y menos conocido en su verdadera medida…

 

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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