Por Carlos Rilova Jericó
El paso por este mundo de Richard Turpin, más conocido como Dick Turpin, fue más bien breve. Apenas rebasó esa línea de sombra de la que hablaba el gran Joseph Conrad, la que marca la llegada a los treinta años de edad.
Sí, Dick Turpin no vivió mucho más allá de los treinta años. Esa vida acabó como solía acabar la de los delincuentes en la Europa del Antiguo Régimen y, especialmente, en la Inglaterra de esa época. Es decir, colgado del que el historiador Douglas Hay llamó “Árbol fatal de Albión”. Es decir, la horca… Sin embargo, una vida tan breve dio para crear una leyenda que ha perdurado hasta la actualidad y que, por eso mismo, quizás tanto impresiona al historiador.
Desde el Romanticismo -y Espronceda es testigo de ello- las figuras marginales pero dotadas de cierto halo de audacia -como podía ser el caso de corsarios, piratas, bandoleros…- se hicieron un hueco en el imaginario de una burguesía lectora que demandaba esa clase de emociones, de personajes audaces y hechos a sí mismos pero que, desviados del camino recto y el amor a las leyes que rigen una sociedad civilizada (la que sustentaba a esa burguesía lectora, por cierto) acababan en un trágico destino.
Es ahí cuando el bandido generoso comienza a incrustarse en el imaginario colectivo, a hacerse un hueco en la Historia, pasando a la Literatura de entretenimiento más o menos respetable desde de la prensa sensacionalista del siglo XVIII. Es decir, a los libros desde los pliegos de cordel, tan estudiados por Julio Caro Baroja, o los folletos impresos para vender el día de la ejecución del interesado -bajo el mismo patíbulo- de los que rebosa hoy la Biblioteca Británica.
Así se forjó la memoria de personajes como Dick Turpin, o la de Diego Corriente Mateo (más conocido como Diego Corrientes), el “Patakon” vasco rescatado por Joseba Agirrezkuenaga, o perduró la de otros que databa de la Edad Media como Robin Hood.
Estas figuras, en cualquier caso, tuvieron que esperar hasta los años sesenta y setenta del siglo XX, para ganar un espacio respetable en los libros de Historia.
Eric J. Hobsbawn fue uno de los historiadores que más se preocupó de esa tarea. Su obra “Rebeldes primitivos” daba un buen repaso a figuras como esas -y otras- considerando desde su filosofía marxista de la Historia que esos bandidos generosos eran menos generosos de lo que se solía decir y, caso de serlo, se trataba de personas que no habían adquirido aún el nivel de conciencia política necesario para convertirse en revolucionarios con pretensiones de cambiar el orden político, en lugar de limitarse a hostigarlo en su periferia pero sin atreverse a cuestionarlo en su totalidad.
Dick Turpin era un verdadero prototipo de esa descripción. Lo que podemos leer en Internet sobre él -preferentemente en inglés, pues las versiones castellanas de su vida reducen considerablemente el contenido- es (como no podía ser de otro modo) más o menos lo mismo que nos cuentan estudios monográficos -fruto de arduas investigaciones- como el firmado por James Sharpe, profesor de la Universidad de York (ciudad inglesa que, por cierto, fue escenario principal de las andanzas de Dick Turpin).
El libro en cuestión tiene un título revelador “Dick Turpin. The myth of the english highwayman”. Es decir, el profesor Sharpe da por descontado que Dick Turpin, tal y como hoy lo conocemos, era más un mito que una realidad. O, en otras palabras, era más bandido que generoso y no se dedicó precisamente a los asuntos de salteamiento en camino para favorecer a los muchos desfavorecidos que existían, en pleno Siglo de las Luces, incluso en prosperas naciones europeas como Inglaterra.
Ciertamente la vida real de Dick Turpin fue bastante diferente a la imaginada en folletines como los que Ramón Sopena publicaba en la España de los años 20 y 30 -traducidos directamente de su versión inglesa- en películas, en cómics como los que se editaron en los años setenta del siglo pasado o en series de Televisión de esas mismas fechas.
El Dick Turpin real inició su vida laboral, por así decir, como aprendiz de carnicero. Seguía pues los pasos de su padre -carnicero y tabernero- hacia un futuro, relativamente próspero y apacible, en el que formaría parte de la pequeña burguesía comerciante de aquella Inglaterra dieciochesca.
Sin embargo, pronto se apartó de ese camino y no parece que fuera tanto por necesidad o afán de hacer justicia social, como por aumentar la ganancia que obtenía de su negocio como carnicero. Es decir, consta por los registros que Dick se dedicó a robar ganado… Más concretamente por medio de la caza furtiva de ciervos. Fue en esas fechas, hacia 1733, cuando Dick se involucró con la llamada Banda de Essex o de Gregory (a causa de Samuel Gregory, principal integrante de la misma). Dick Turpin ya estaba casado para entonces y se había establecido como carnicero y, parece ser, que también como tabernero.
Pero muchos indicios apuntan a que entre 1733 y 1735, durante casi tres años, participó en toda clase de delitos con la Banda de Essex. Tanto caza furtiva como, sobre todo, robos en casas de campo entre Essex y lo que entonces eran los alrededores de la ciudad de Londres. Los registros de esas actividades indican que Turpin y sus asociados sólo levemente se parecían a las figuras heroicas que se hicieron famosas gracias a “Rookwood”, la novela romántica de William Harrison Ainsworth, publicada en 1834, que fue la fuente de la que luego surgieron todos los demás relatos que convirtieron a Dick Turpin en ese “caballero del Camino Real” que, en realidad, nunca fue.
Así consta que él y sus secuaces protagonizaron audaces cabalgadas y escapadas de tabernas aisladas en las que fueron reconocidos y se les trató de detener. Pero las víctimas de Dick y sus muchachos no fueron precisamente odiosos sayones y corruptos magistrados y caballeros. Por lo general fueron viudas indefensas como la señora Shelley de Essex, a la que consiguieron sacar el escondite de su dinero amenazando con matar a su hijo, a punta de pistola. O bien el anciano granjero Joseph Lawrence, establecido en el norte de Londres, a quien torturaron salvajemente para obtener la misma información y una de cuyas criadas fue gratuitamente violada por Samuel Gregory en un acto que, desde luego, recuerda muy poco a los asociados con los “bandidos generosos”.
Lo que sí es cierto según registros oficiales y extraoficiales, es que Dick Turpin, una vez descubierto, arrestado, juzgado y sentenciado, murió con una entereza verdaderamente caballeresca, recibiendo visitas en la cárcel mientras esperaba la ejecución, invitando a beber generosamente a esos invitados, pagando a varias plañideras para que lo acompañasen al cadalso y comprándose zapatos y una casaca nueva. Aunque no una de color rojo precisamente, a la que erróneamente se le asocia desde su conversión en héroe romántico. Parece ser que él mismo se arrojó desde la escalera del patíbulo sin que el verdugo de ocasión -otro salteador de caminos como él- lo tuviera que empujar. Todo ello tras hacer en el camino múltiples reverencias al público.
Igualmente parece ser cierto que desde el momento de su entierro su fama heroica comenzó a crecer, pues una masa enfurecida se negó a que su cadáver fuera robado de la tumba por los llamados “resucitadores” (es decir, ladrones de cadáveres como esos a los que R. L. Stevenson dedicó un magnífico relato).
Esa, en resumen, fue la vida que dio lugar a un héroe romántico que ha persistido hasta la actualidad. Naturalmente descargado de la ruindad que le acompañó, como una sombra, durante una vida de crímenes que poco o nada tuvieron de generosos o caballerescos…