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Carlos Rilova

El correo de la historia

En el 90 cumpleaños de Clint Eastwood: Cine “Western” y algo de Historia europea (1861-2020)

Por Carlos Rilova Jericó

Hace exactamente ocho días Clint Eastwood cumplía 90 años. Así pues, hoy parece un buen momento para rendir este tributo histórico a uno de los más importantes directores, actores y productores que ha dado el Cine en su siglo largo de existencia.

El correo de la Historia, viene así a unirse a todos los homenajes que se han rendido a Eastwood en esta última semana. Algunos de ellos, como era de esperar, en España. Porque, a decir verdad histórica, la carrera de Clint Eastwood, en buena medida, debe mucho a España.

A ese respecto era inevitable, incluso exigible hasta por vía oficial, que en la provincia de Burgos se le hiciera alguna clase de homenaje. Concretamente en cierto lugar entre los términos municipales de Contreras y Santo Domingo de Silos.

La razón es bastante obvia para quienes conocen bien la Historia del Cine. Allí está Sad Hill, la colina triste. El lugar en el que, bajo la música del maestro Ennio Morricone, Sergio Leone rodó, en 1966, una de las escenas cumbre del género “Western”.

Es decir, el famoso duelo entre Eli Wallach, Lee Van Cleef y el propio Clint Eastwood para saber quién se va a quedar con el oro de los confederados enterrado en una de las tumbas de ese cementerio. Una escena que, como el resto de la llamada “Trilogía del dólar”, cambió definitivamente el género “del Oeste”.

Ese lugar histórico se ha conservado, afortunadamente, gracias a los ímprobos esfuerzos de la Asociación Cultural Sad Hill, que recuperó ese escenario cinematográfico erigido en su día -tal y como lo vemos en la película- por Carlo Simi. Incluso se ha rodado un documental, candidato a los Goya de 2019, que recogía, y reconocía, esa labor de reconstrucción y conservación histórica.

Es bueno, e imprescindible, que así sea, porque, como decía, Clint Eastwood, de la mano de Sergio Leone, empezó allí a dar la vuelta al “Western” para llevarlo a su cumbre. Una que llegaría en 1992 con la incomparable “Sin perdón”, donde, al fin, la crítica mundial reconoció a Eastwood como algo más que el expeditivo inspector Harry Callahan. Ese que imponía la Ley por medios drásticos en una serie de películas de las que huía el público cultivado, lanzando sobre ellas el anatema de “cine fascistoide”…

Una trampa intelectual e ideológica en la que era fácil caer, pero que ocultaba todo lo que Eastwood demostró en “Sin perdón”. Es decir, que era un gran cineasta. Como lo había intentado demostrar una y otra vez a través de su productora Malpaso -claro homenaje, dicen, a sus días españoles- con películas como “Joe Kidd” o “El fuera de la ley”. O, ya más allá del género “del Oeste”, con “Cazador blanco, corazón negro”.

Sí, Clint Eastwood merecía más atención y más respeto que el que se le mostró hasta el año 1992 tras el fulgurante estreno de “Sin perdón”. Porque gracias a su trabajo con Leone y después con la productora Malpaso, fue uno de los principales impulsores de un nuevo género “Western” completamente renovado y que daba a un nuevo público aquello que exigía. Es decir, más verdad histórica en las pantallas de Cine. Hay una anécdota curiosa al respecto. Según dicen alguien recomendó a John Wayne variar el registro de sus personajes en películas del Oeste que han dado lugar a clásicos del género como “La diligencia” o “Centauros del desierto”. La sugerencia iba por la vía de que los personajes de Wayne no fueran el manido vaquero “bueno” con sombrero blanco para distinguirse de los “malos”, que siempre iban con sombrero negro…

Cuando Wayne se negó a tal variación, a hacer sus personajes “del Oeste” más oscuros, con más facetas que blanco o negro, la respuesta del interlocutor del gran Duke fue que había un chico nuevo en el negocio, un tal Eastwood, que estaba cambiando eso. Wayne, a su vez, respondió que él, desde luego, no iba a permitir cosas tales en sus personajes como tiroteos en los que se disparaba con ventaja y no al modo clásico establecido, como un canon, en otros clásicos del género como “Solo ante el peligro”.

Años después, en “El último pistolero”, su último “Western”, fechado en 1976, un John Wayne a punto de dejarnos, sin embargo acababa por rendirse a la evidencia de que, desde 1966 -incluso antes, cuando Eastwood empezaba a destacar en series de Televisión como “Rawhide”- el público quería cosas más complejas. Incluso que las películas “del Oeste” mostrasen en toda su crudeza la Historia real que John Ford y él habían mitificado de manera tan -eso es innegable- artística. Una tendencia histórica que Arthur Marwick dejó perfectamente descrita en su libro “The Sixties. Cultural Revolution in Britain, France, Italy, and the United States c. 1958-c.1974”, publicado por la Oxford University Press en 1998.

Eso, en efecto, es lo que consiguió Clint Eastwood. Primero de la mano de Sergio Leone y después en solitario. Y aquí surge una cuestión, que, sin duda, hará sonreír de manera sarcástica a algunos lectores de estas páginas, que se preguntarán si realmente tiene tanto mérito -y tanta importancia- que se rodasen en la España franquista esas tres películas de la Trilogía del dólar con Eastwood como protagonista.

La respuesta a esa pregunta sarcástica es “sí”. Y lo es porque nuestra relación con el “Western” va más allá de esas facilidades que aquel enésimo régimen dictatorial español dio a partir de los años 60. Para prorrogar, un poco más, su ya más que dudosa supervivencia con eso que el historiador Neal M. Rosendorf ha descrito como la venta del país a Hollywood en “Franco sells Spain to America. Hollywood, Tourism and Public Relations as Postwar Spanish Soft Power”.

Así es, la relación histórica de los españoles con las raíces más profundas del “Western”, va más allá de esa peculiar diplomacia franquista que hizo del país un gran plató para producciones de Hollywood, dando así -tal vez a su pesar- un escenario, en Burgos y Almería, a esa cumbre del género que fue “El bueno, el feo y el malo”.

En efecto, mientras me documentaba para escribir este artículo, di con más detalles sobre algo que ya sabía desde que escribía mi tesis doctoral y, de paso, una novela por entregas -“Alcolea”- ambientada en la última guerra carlista. Es decir, que en “el Oeste” había habido más españoles de los que se suponía y no eran precisamente pastores de ovejas o emigrantes muertos de hambre, sino hombres de negocios, comerciantes y, en definitiva, clases medias urbanas de alto nivel cultural y social. La lista, aunque todavía incompleta, cada día es más larga. De algunos de ellos he hablado ya en otros sitios o en esta misma publicación: el astrónomo José Joaquín de Ferrer y Cafranga, el “broker” neoyorkino Juan Bautista Lasala y su sobrino Joaquín Lavie (respectivamente magnate de los ferrocarriles norteamericanos y buscador de oro en California)…

Aparte de ellos parece evidente que hubo muchos más que contribuyeron a hacer prosperar Estados Unidos -ese que ahora vemos en películas “del Oeste”- y, en especial, ciudades tan emblemáticas como Nueva York.

Así es, buscando más datos, descubrí que allí, en 1861, al comienzo de la Guerra de Secesión, se formó el regimiento 39 de voluntarios de la Unión. En él estaban integrados muchos neoyorkinos prácticamente recién llegados de Europa. Suficientes para formar varias compañías propias dentro de ese regimiento que agrupaban a húngaros, alemanes, italianos, suizos, portugueses, franceses y, por supuesto, españoles…

Observen la imagen que ilustra este artículo. Es la de uno de los oficiales al mando de esa compañía que luchó en varias batallas de la Guerra de Secesión, defendiendo la bandera de Estados Unidos. Su nombre es inequívocamente español: Carlos Álvarez de la Mesa, por más que su aspecto (como no podía ser menos) es el de un oficial-tipo de la Unión. Uno de esos que salen en películas “del Oeste” como “El bueno, el feo y el malo”, “Misión de audaces”, “Tiempos de gloria” o “Gettysburg”.

Como capitán del 39 de voluntarios de Nueva York, él, y muchos otros españoles o hispanoamericanos, combatieron en esa guerra -hasta sumar 10.000 efectivos- tanto a favor de la Confederación como a favor de la Unión…

Carlos Álvarez de la Mesa, de hecho, vivía en Worcester, en Massachusetts -el corazón de los estados unionistas y yankees por excelencia-, combatiría en Gettysburg -donde es herido gravemente- y moriría, en 1872, con el grado de coronel del Ejército de la Unión que defendió en esa famosa batalla. Razón por la cual está hoy enterrado en el cementerio de Arlington. Es más, creó tradición militar en la familia: uno de sus descendientes, su nieto Terry Álvarez de la Mesa, fue comandante, durante la Segunda Guerra Mundial, de unidades de la mítica División Rojo 1 estadounidense.

Así pues, con la Historia en la mano, hoy, celebrando el 90 cumpleaños de Clint Eastwood y un merecido premio Princesa de Asturias a Ennio Morricone, deberíamos preguntarnos si en efecto Sad Hill, enclavada en la provincia de Burgos -o el desierto de Tabernas en Almería- no tenían bien merecido el honor de ser el escenario histórico en el que se cambió la Historia del “Western”…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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