Por Carlos Rilova Jericó
¿Qué se puede decir que no se haya dicho ya de uno de los personajes más famosos del folklore medieval anglosajón? Supongo que poco o muy poco, pero la misión del correo de la Historia, al fin y al cabo, es recordar cada lunes, si es posible, alguna cuestión histórica que, como todo en esta vida, acaba por caer en el olvido, reemplazada por otras cuestiones más inmediatas, por las modas que vienen y van y por muchos otros factores que regulan lo que olvidamos y lo que recordamos.
Robin Hood, a decir verdad, es difícil de olvidar. Es más, desde el mundo de habla inglesa se ha convertido en un mito y en un hito -cultural al menos- que se ha proyectado al resto del Mundo, llegando a formar parte de los recuerdos más entrañables de muchas personas.
Conseguir eso es más difícil de lo que parece. No todo lo que viene del mundo anglosajón ha podido proyectarse con esa intensidad y esa fuerza. Y, sobre todo, esa capacidad de mantenerse en el imaginario colectivo de muchos millones de personas. Por ejemplo pocos, más allá de los especialistas en la materia, incluso en Gran Bretaña, conocen el bello mito del tambor de sir Francis Drake. Según se cuenta, o se contaba, cuando la isla estuviera en peligro sonaría ese tambor para devolver a Drake a la vida y guiar la defensa de la isla.
Y no puede decirse que esas historias sobre Drake sean menos conocidas porque el Cine, por ejemplo, se haya preocupado de él menos que de Robin Hood, pues el famoso corsario inglés (pirata para aquellos que lo padecieron que, a su vez, también tuvieron sus propios corsarios-piratas) se ha prodigado casi tanto como Robin Hood en novelas, grabados, películas, series de Televisión… convirtiéndose en un referente cuando menos secundario y en alguien famoso -o relativamente famoso- tras haber pasado cuatro siglos desde su muerte. Una hazaña no pequeña, desde luego.
Pero una que palidece ante el arraigo que tiene Robin Hood. Quizás esa diferencia se deba a que, en el fondo, sir Francis Drake, pese al blanqueamiento que se ha hecho de su persona es un personaje real -o más real que Robert de Locksley en términos históricos absolutos- y sus debilidades humanas son, mal que bien, mucho mejor conocidas. Algo que no ocurre con Robin Hood, al que no se le conoce doblez cortesana alguna. Como sí ocurre con Drake, que en 1589 protagonizó un episodio verdaderamente canallesco del que ya se ha hablado en anteriores correos de la Historia y del que, quizás, se hable a futuro. Nada hay, en efecto, en el Mito y la Historia de Robin Hood como la Contraarmada de 1589, con la que Drake quiso enriquecerse, aun a costa de destruir por ese interés personal la flota inglesa enviada a luchar contra una España que supo devolver -y muy bien- el golpe de la “Invencible” de 1588.
Así es. Robin ha sido retratado en el Cine y en las novelas de nuestra época en diversas ocasiones y el relato, pese a distintas variantes debidas a la década o al público al que iba destinado, apenas ha variado.
En efecto, Robin se nos refleja así de modo casi unánime como un jovial personaje que ha sido proscrito por su lealtad al rey legítimo de Inglaterra, usurpado por su hermano Juan sin Tierra, rey de pésima fama. Tanto que ningún otro rey de las islas británicas se ha atrevido a tomar dicho nombre.
Así pues, Robin Hood, no es un vulgar ladrón que, como tantos otros proscritos de la vida civil medieval, se dedica a cometer fechorías de manera indiscriminada para poder sobrevivir fuera del orden social que lo ha expulsado de su seno.
Es más, en todos esos relatos, Robin, se comporta como un noble hidalgo -o cuando menos como el yeoman al que aluden los primeros poemas que hablaban de él- y actúa de manera gentil, protegiendo a los débiles, atacando los abusos de autoridad y poder representados por el sheriff de Nottingham y otros sicarios al servicio del rey Juan.
En resumen, la mayor parte de relatos sobre Robin Hood coinciden. Desde películas de dibujos animados como la que hicieron los estudios Disney en 1973, hasta las más recientes adaptaciones como el Robin Hood interpretado por Russell Crowe en el año 2010 y en la que Ridley Scott, dentro de una emotiva (y hoy muy necesaria) apelación a no rendirse jamás ante una tiranía, hacía algunas contorsiones imaginativas como la de una Carta Magna para todo inglés -y no sólo para los nobles- o un desembarco medieval más parecido al de la playa Omaha en 1944 que a nada que tuviera que ver con el proscrito vestido, por lo general, de verde.
Eso pasando por las dos adaptaciones que conoció Robin de Locksley en el año 1991. La protagonizada por un Kevin Costner que se atrevió a representarlo sin su característico bigote y perilla así como a darle un ramalazo postpunk -muy en la línea de ese actor-director fan de los héroes de las películas “de aventuras” del Hollywood clásico- y la minuciosa reconstrucción histórica de “Robin Hood el magnífico” de John Irvin. Donde descubríamos a un Robin adornado tan sólo por un tupido bigote y producto de una sociedad feudal clásica en la que su proscripción deviene de la ruptura del pacto con su señor -algo más habitual de lo que se cree en esa época- al opinar Robert de Locksley -luego conocido como el proscrito Robin Hood- que su señor ha vulnerado los términos de ayuda recíproca y consideración mutua en los que se basaba el ligio homenaje por el cual se entraba en la Europa medieval al servicio de un señor feudal.
Así se ha mantenido el relato casi incólume a lo largo de los años, a lo largo de los siglos, pese a todas esas variantes que van desde el relato cómico para niños en la versión de dibujos animados de Disney, hasta esa lección de Historia medieval gráfica que es “Robin Hood el magnífico” pasando por el crepuscular Robin Hood interpretado por Sean Connery en “Robin y Marian”, donde el viejo héroe cansado y desengañado descubre -muy en la línea del desencanto que se estilaba en los setenta del siglo pasado- que no tiene lugar en un mundo que ya no es el de su juventud. Y en el que él ya no es un proscrito que lucha contra el invasor normando, sino un noble inglés que ha sido recompensado y asimilado en el nuevo reino de los Plantagenet a través de Ricardo Corazón de León. Convertido en factor de integración y metáfora -por oposición a su hermano Juan- de un reino bien ordenado, en el que sajones y normandos se han mezclado ya para formar Inglaterra tal y como la conocemos hoy día.
Eso sin olvidar la atlética y dinámica versión protagonizada por Errol Flynn en 1938 que es, quizás, la que más ha hecho por evitar que Robin Hood cayera en el olvido.
Con todo esto es con lo que aquel pequeño noble medieval inglés se ha convertido en un mito perdurable. Quizás porque representa un arquetipo grabado en lo más hondo del ser humano: el de rebelarse contra un poder tiránico e injusto, saber desafiarlo, combatirlo y obtener un rotundo éxito en el empeño.
Poco importaría entonces, que Robert Fitzhooth, nacido en Locksley en el año de 1160, durante el reinado de Enrique II, no fuera un arquetipo tan perfecto, siendo por el contrario bastardo de una familia de ascendencia o influencia normanda -como indica la partícula Fitz en su apellido- o que, más que un yeoman, fuera todo un conde (de Huntington) tal y como explicaba el erudito bostoniano Thomas Bullfinch en su “The Age of Chivalry” publicada en 1859 y reeditada como “Bullfinch´s Medieval Mithology” hace pocos años.
Algo había, sin duda, en ese personaje histórico, en ese yeoman o mucho más noble caballero de vida agitada, que dio pie a la creación del mito de Robin Hood y lo hizo digno de convertirse en el símbolo perdurable de ese universal anhelo humano de Libertad, Justicia y equidad frente al abuso de poder y la Tiranía…