Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana, como la anterior, no me he resistido, por diversas razones, a traer a un nuevo correo de la Historia una historia norteamericana. En este caso el punto de partida no son los colonos europeos asentados en la costa de Nueva Inglaterra, como ocurría la semana pasada, sino los nativos americanos. Más concretamente los algonquinos, los que vivían entre Canadá y el actual Nueva York, y una de sus tradiciones más inquietantes, pero, tal vez, más reveladora sobre la condición humana: el Wendigo.
La primera vez que oí hablar del Wendigo fue a finales de los años setenta, cuando yo era apenas poco más que un niño. En ese primer momento la palabra me pareció curiosa, porque sonaba parecida a “mendigo”, pero algo me decía que el Wendigo no tenía mucho que ver con los caídos en desgracia en determinados sistemas económicos que describimos con esa otra palabra y que sólo se diferencia del Wendigo en una sola letra.
Después de aquel primer encuentro, o encontronazo, con la palabra en la portada de un cómic (no sé si aludiendo a la serie de la Marvel o a la revista “El Wendigo” aparecida en esas fechas en Asturias) no volví a saber mucho más del asunto hasta que, nada menos, ya estaba yo por la mitad de mi doctorado. Habían, pues, pasado casi tres décadas enteras entre un momento y otro.
Entonces volví, en efecto, a saber del Wendigo. La primera señal llegó con una curiosa película de terror -o que pretendía serlo- titulada “Ravenous”. Algo que podríamos traducir como voraz. Y más concretamente como voraz como un cuervo carroñero.
La película, firmada por Antonia Bird, que, creo, no tuvo mucha difusión en España salvo a través del DVD, estaba ambientada en Estados Unidos (lugar de origen de la leyenda del Wendigo) a finales de la guerra entre ese país y la república mexicana. Hablamos del año 1848.
La película, en la que colaboraban actores tan conocidos como el escocés Robert Carlyle -mundialmente famoso por “Full Monty”- tenía como protagonista a un hombre atormentado, el capitán Boyd (interpretado por Guy Pearce) que durante esa guerra se convierte en héroe muy a su pesar.
Todo el proceso que lo lleva de ser una nulidad (Boyd suena igual que “Void”, “nulo” en inglés) a convertirse en un homenajeado héroe del Ejército estadounidense, sigue, menos que más, los pasos habituales en la leyenda algonquina del Wendigo.
Es decir, John Boyd comete un acto de canibalismo que lo convierte en un wendigo. Un ser afectado por un apetito voraz por la carne humana desde que la prueba por primera vez.
En el caso de Boyd ese acto de canibalismo, casi de comunión, es involuntario: para escapar de los mexicanos durante uno de los combates de esa guerra entre México y Estados Unidos, Boyd se refugia en un carro en el que hay varios muertos caídos en combate. La sangre de uno de ellos se derrama en su boca y desde ese momento Boyd se convierte en un soldado formidable que liquida al retén mexicano y facilita así la toma de la posición a las fuerzas estadounidenses.
Eso, sin embargo, no convence al mando superior a Boyd, que no se deja engañar por ese episodio aparentemente heroico en alguien que él sabe bien es de carácter afable, más bien tímido y apocado. Por esa razón lo destina a una pequeña guarnición en la Sierra Nevada norteamericana, en los territorios recién arrancados a los mexicanos.
Allí, en medio de una atmósfera opresiva, en un pequeño destacamento al que han ido a parar varios casos perdidos del joven Ejército estadounidense, se desarrollará toda la trama con la aparición de un wendigo totalmente convencido (ese es el personaje interpretado por Robert Carlyle) al que John Boyd deberá enfrentarse tanto para detener la monstruosidad en curso como para recuperar la humanidad que involuntariamente ha perdido al tragar la sangre de uno de sus compañeros de armas muerto.
Realmente la película, con ser efectista e impactante, no es demasiado fiel a la verdadera leyenda del Wendigo tal y como circula -desde tiempos prehistóricos al parecer- entre las tribus algonquinas. Para empezar la transformación de Boyd se produce en un soleado México, muy lejos de los bosques de Canadá en los que, se dice, uno se transforma en wendigo si come carne humana. En “Ravenous” estamos pues lejos del inquietante relato de Algernon Blackwood, fechado en 1910, que descubrí yo, tras las huellas de Lovecraft, casi al mismo tiempo que esa película.
Sin embargo, al igual que en el desesperado relato de Blackwood, ambientado en esos bosques de Canadá que él tan bien conocía, lo que nos cuenta “Ravenous” es, a su manera, fiel a la esencia norteamericana del mito del Wendigo. Es más, quizás, pese a las libertades que se permite con él, hay que reconocer que la película es verdaderamente fiel al espíritu con el que los algonquinos concibieron el mito.
En efecto, “Ravenous” muestra la cara más inquietante de ese relato mítico. Nos enseña que, aquel que se deja llevar por la maldición del Wendigo, no es un ser humano ya, sino una mera cáscara vacía dominada por fuerzas ajenas a su voluntad, una máscara negra y siniestra que, bajo la apariencia de un rostro humano, oculta ya sólo a un verdadero monstruo perverso, que sólo puede vivir alimentándose de la desgracia y la muerte ajena.
En cualquier caso, sea en la versión que sea, hay que concluir que esa antigua tradición algonquina encierra una gran lección que, perfectamente, sirve para todas las épocas y, tal vez, más aún, para la que vivimos hoy día también. Acaso más que nunca…