Por Carlos Rilova Jericó
Hoy dedicaré el correo de la Historia a dos cuestiones que, por lo que ando leyendo, viendo y oyendo en el último mes, creo que serán muy del interés general.
La primera es avisar aquí que mi participación en las páginas digitales del Diario Vasco se va a aumentar (por dos). Así, a partir de mañana mismo, este martes 21 de febrero, colaboraré, aparte de en este correo de la Historia, en el canal “Historia de Gipuzkoa” que ya lleva navegando por la red desde hace unos días. Será una aportación quincenal, no como está otra, que seguirá siendo semanal.
¿De qué voy a hablar en esa primera intervención en el canal “Historia de Gipuzkoa”? Bueno, de Historia, y de Historia guipuzcoana por supuesto, pero muy en el estilo de lo que ha sido habitual en el correo de la Historia. Es decir: tratando temas del pasado que, sin embargo, están irremisiblemente concatenados con el presente o que explican, bajo una perspectiva reveladora, asuntos que nos preocupan hoy día.
Lo cual me lleva a la segunda cuestión de este nuevo correo de la Historia, relacionada, como vamos a ver, con el tema del que hablaré mañana, que tratará, en clave guipuzcoana (de plena época victoriana, allá por el año 1893), de cuestiones de Historia de la Astronomía muy relacionadas con la, de momento, última histeria mediática que se ha producido en esas cajas de resonancia mundial que llamamos Internet, redes sociales…
Es decir: la estupenda noticia -más deformada que la declaración de un acusado de la Inquisición después de pasar por sus mazmorras- sobre dos científicos chinos que aseguraban que el núcleo de la Tierra se había detenido -o que giraba más lentamente según otras versiones- y en sentido contrario a las restantes capas en las que se encuentra dividida la corteza de nuestro planeta.
Mañana, como digo, veremos esas cuestiones en el canal “Historia de Gipuzkoa” desde esa perspectiva decimonónica. Hoy, en cambio, reflexionaremos aquí, desde la Historia, claro está, sobre cómo es posible que tal patada a la Ciencia se haya colado en nuestra supuestamente mejor informada época.
Más allá del primer alarmismo sobre ese fenómeno, nos decían los medios más serios, que lo que aportaban ambos científicos chinos era tan sólo un modelo que indicaba una posible ralentización de ese núcleo terrestre y que, en definitiva, a efectos prácticos, como mucho podía provocar una disminución imperceptible de la rotación diaria de la Tierra, acortando los días en cosa de una ínfima fracción de tiempo.
Pero, claro, como nos enseña la Historia, tales datos, serenos, fríamente científicos, que apelaban a la pura lógica que todos podemos constatar -que el campo magnético de la Tierra no se ha alterado porque aquí seguimos todos- al parecer eran demasiado poco para esa Prensa que sigue al pie de la letra el lema atribuido a William R. Hearst, padre fundador de esa clase de noticias (e inspiración tanto para Orson Welles como para Billy Wilder). Ese magnate que, allá por los años 1890, habría dicho a sus reporteros que la Verdad no les estropease un buen reportaje o que le trajeran las fotos del escándalo, que él ya se encargaría de adornar la noticia para que Estados Unidos, finalmente, reclamase ir a la guerra contra España en 1898.
No en vano Hearst también incorporó a su imperio mediático la caricatura del Yellow Kid (que pasa por ser el primer cómic y da nombre a un prestigioso premio de ese ramo). Aquel simpático -y hoy políticamente incorrecto- muchacho chino que, dicen, con su color amarillo dio nombre a esa Prensa no apta para enfermos del corazón y feliz autora de infinitas histerias de masas que hacían sentirse un poco tontas a sus víctimas, cuando el vendaval mediático pasaba y los periódicos de ayer -publicados por aquel desaprensivo magnate- sólo valían para envolver el pescado del día siguiente.
Así que, como ven, por el desaguisado con lo del núcleo de la Tierra y su detención, parece que Hearst creó una escuela que sigue funcionando a la perfección. Y no deja de ser asombroso que eso sea posible en una sociedad como la nuestra, que se define como “de la Información”. Podríamos pensar que en 2023, con nuestro Internet y nuestros ordenadores, deberíamos, sí, estar mejor informados que en 1893. En los tiempos de Hearst, en los que saber leer era una hazaña para un porcentaje elevado de la población. No digamos ya el poder contrastar datos y sacar una media ponderada de distintas fuentes de información para desmentir a la Prensa amarilla.
En efecto, en 2023 debería ser más fácil que en 1893 saber -con Internet y un ordenador al lado- muchas cosas de Historia de la Astrofísica. Así, sin entrar siquiera en complicados cálculos matemáticos, podríamos empezar por revisar la vida de los astrónomos que, desde el siglo XV en adelante, han ido revelando los misterios del sistema solar, de la propia Tierra y sus avatares y vagabundeos espaciales. Incluidos los misterios de sus ritmos y rutas de rotación y las consecuencias de que éstas se ralentizasen o se detuvieran. Empezando por el núcleo.
Podríamos comenzar ese repaso con aquel cura polaco llamado Nicolás Copérnico que, a comienzos del siglo XVI, deja demostrado que es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no a la inversa. De él podríamos pasar a Galileo Galilei y sus problemas derivados de esta cuestión, del modo en que eso afectaba a dogmas religiosos relacionados con la Eucaristía católica y de sus observaciones de nuestro extraño satélite (la Luna) que, por cierto, por si la Prensa amarilla aún no se ha enterado, es toda una anomalía cósmica por su tamaño (totalmente inusual en nuestro sistema solar) que influye de manera determinante en cosas tan cotidianas como el reflujo de las mareas terrestres. Del todavía hoy controvertido Galileo, podríamos pasar a averiguar cosas -con nuestros potentes medios informáticos- sobre otros astrónomos que, despejando tinieblas medievales, abrían paso al pensamiento racional. Ese que lleva a constatar, un minuto después de leer que el núcleo de la Tierra se ha detenido -o casi- y gira al revés, que, sin embargo, todo sigue igual y no nos ha barrido el viento solar.
Esos otros astrónomos serían la malavenida pareja científica compuesta por el riquísimo Tycho Brahe (el hombre de la nariz de oro que remplazaba a la suya perdida en un duelo) y el humildísimo Johannes Kepler, que, pese a todo, en Praga -nueva sede de Tycho Brahe tras abandonar el observatorio de Uraniborg- descubrieron que la órbita terrestre, como la de otros planetas, no era un círculo perfecto y aristotélico, sino que giraba en torno al sol en una deriva algo irregular. Elíptica de hecho.
Desde ahí sería conveniente, especialmente en latitudes vascas, averiguar cosas sobre algunos padres de la Astronomía norteamericana, de finales del siglo XVIII y principios del XIX, de los que ya hablaba yo en pasados correos de la Historia del año 2018: David Rittenhouse y José Joaquín de Ferrer y Cafranga, su reemplazo. Éste último admirado (a ambos lados del Atlántico), neoyorkino de adopción nacido en el puerto de Pasajes y cuyo monumento funerario puede visitarse -tal y como fue su última voluntad- en la parroquia de su villa natal de Pasajes de San Juan.
Tanto Rittenhouse, como nuestro vecino José Joaquín de Ferrer y Cafranga, sentaron las bases para que, a finales del siglo XIX, la Universidad de Harvard tuviera un magnífico observatorio astronómico en el que, hacia 1891, se descubrieron algunas cosas interesantes que hubieran hecho hoy las delicias de los discípulos periodísticos de Hearst. Tan interesantes que, además, fueron materia de discusión de una eminente pareja donostiarra, y guipuzcoana, en el año 1893. Cuando todo aquello era una novedad astrofísica en la que algunas preclaras mentes no querían creer sin más pruebas a la vista. Pero de ese asunto les hablaré no aquí, sino donde corresponde. Es decir: en el canal de “Historia de Gipuzkoa” de este mismo periódico, claro está. Mañana mismo, 21 de febrero…