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Carlos Rilova

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Los Cien Días de Napoleón según Alejandro Dumas y el conde de Montecristo

Por Carlos Rilova Jericó

Esta semana pasada, el 1 de marzo, comenzaba un nuevo aniversario de los Cien Días. Es decir: esos apenas tres meses en los que Napoleón Bonaparte escapa de su exilio impuesto en la isla de Elba y, por aclamación popular, vuelve a ser emperador de los franceses, al estar muchos de ellos muy resentidos por las pequeñas venganzas de los exiliados monárquicos que, en 1814 (tras la primera abdicación de Napoleón), venían a cobrarse viejas deudas de rencor acumulado durante más de veinte años.

La fecha es dudosa. Algunos indican que, en realidad, los Cien Días empiezan el 20 de marzo, cuando Napoleón llega a París y allí retoma plenos poderes en medio de un fervor popular que lo ha seguido desde su desembarco, cerca de Niza, el 1 de ese mismo mes del año 1815.

No es la primera vez y -espero- no será la última en la que traigo a colación ese episodio histórico tan magnético, tan interesante (como, en general, todo lo que rodea a la llamada “epopeya napoleónica”), pero, desde luego, sí es la primera en la que abordo ese asunto echando mano de Alejandro Dumas padre que, como suele ser habitual en él, ofrece una perspectiva curiosa del tema. Quizás tanto como la novela que Joseph Conrad dedicó a esa famosa fuga y regreso desde Elba y de la que ya hablé en 2015.

Esa perspectiva dumasiana está desplegada en una de las novelas más conocidas de Dumas después de “Los tres mosqueteros”. No otra que “El conde de Montecristo”.

Las numerosas adaptaciones cinematográficas de esa historia de venganza insaciable (como suele ser habitual) no acaban de reflejar bien lo que se deduce leyendo los primeros capítulos de esta larga novela.

Y he ahí la sorpresa para el historiador. En efecto, porque las versiones cinematográficas de “El conde de Montecristo” desdibujan bastante el contexto histórico en el que se fragua la traición contra Edmond Dantès que dará lugar a la épica venganza posterior sobre la que gira la novela.

La de 1922 que, dicen, pasa por ser una producción muy lujosa, altera nombres de personajes y su papel en la trama creada por Dumas.

Otras como la protagonizada, en 1975, por los cotizados Richard Chamberlain y Tony Curtis, convierten a Fernando Mondego (el principal odiador del infortunado Edmond Dantès) en flamante oficial del Ejército napoleónico cuando en la novela no es más que un marginal español de origen catalán, que vive en una especie de ghetto para gente de su incierto origen, en las afueras de Marsella, y su única relación con el Ejército napoleónico es, en esos momentos, el de, así regresa Napoleón de Elba, ser reclutado como soldado raso por el régimen imperial revivido a partir de un mes después del comienzo de “El conde de Montecristo”.

Esas licencias artísticas, sin embargo, no son nada comparadas con la imagen que Dumas (y sus “asesores” literarios como el historiador Auguste Maquet) introducen en la trama principal de esa famosa novela.

Así es. De las libertades que Dumas padre se tomaba con la Historia, hay mucho escrito y seguramente se seguirá escribiendo mucho más. Sin embargo, en este nuevo aniversario de los Cien Días no creo esté de más avisar que “El conde de Montecristo”, aparte de ser una obra maestra literaria, es, ahora, un curioso documento histórico sobre cómo los franceses del año 1844, bajo la monarquía constitucional de Luis Felipe de Orleans, querían ver el espasmo final del Primer Imperio francés.

Veamos esto en detalle. La acción de la novela comienza -en eso todas las versiones están de acuerdo- en Marsella. Es decir, en el Sudeste francés que será justo donde desembarque Napoleón de vuelta de Elba. Sin duda un mal sitio para el Bonapartismo. La Historia nos dice que Napoleón es vitoreado así pone el pie cerca de Niza, pero, con buen criterio, el exiliado emperador sigue adelante con relativa rapidez, hacia Lyon y el Nordeste de Francia para alcanzar desde allí París y el trono otra vez.

¿A qué esas prisas? La Historia de los Cien Días también nos lo explica: en el Sudeste de Francia, en general, Napoleón y sus partidarios son cordialmente odiados y combatidos con verdadero salvajismo. Especialmente en esa Marsella en la que desembarca Edmond Dantès poco antes de que la fuga de Elba se materialice.

Hay descripciones escalofriantes sobre esto. Como la que daba Pierre Miquel, en un artículo para la revista “Historia” que ya citaba yo en otro correo de la Historia de finales del 2018, hablando de los fieles mamelucos del emperador y de su destino final en 1815.

En él Miquel señala que en Marsella hay, en esa fecha, un odio demencial contra los partidarios de Bonaparte (especialmente esos mamelucos). Hasta el punto de que los fieles a la monarquía que controlan la situación allí deben proteger a esos escasos bonapartistas marselleses enviándolos, precisamente, al castillo de la isla de If…

Una medida destinada a evitar que las bandas de paramilitares ultrarrealistas conocidas como “verdets”, los linchen y ejecuten en las calles, tal y como se hizo con algunos en Marsella, sin distinción de sexo por cierto. O de rango. Como ocurrió en Aviñón con el mariscal Brune, asesinado por los ultrarrealistas y cuyo cadáver será arrojado al Ródano en una escena digna de un grabado negro de Goya…

Bien. Pues casi nada de eso se recoge en “El conde de Montecristo” donde todo transcurre a muy baja tensión política, con personajes como el ambicioso sustituto del procurador del rey en Marsella, Villefort, dedicados a conspiraciones de salón en las que cuadros de brutalidad como los vividos en Marsella o en Aviñón, quedan completamente desdibujados en esa novela en apenas unas líneas del capítulo 44.

¿Cuál es la razón por la que Dumas padre rebaja tanto el fondo histórico de lo que realmente se despacha entre ultrarrealistas y bonapartistas en Marsella y fuera de ella?

La respuesta parecen tenerla algunos historiadores norteamericanos admirados (aunque muy poco ponderados en sus observaciones), como Tom Reiss, que ganó en 2013 un premio Pulitzer por escribir la que se ha titulado, en español, como la biografía del verdadero conde de Montecristo. No otro que el padre de Alejandro Dumas: el general Alexandre Dumas, hijo de una esclava de ese apellido y de un marqués francés algo calavera y que estaba tratando de hacerse olvidar, a finales del siglo XVIII, en las colonias azucareras de las Antillas francesas.

Reiss nos dice que Dumas adoraba a su padre, pese a que, cuando éste murió, el genial escritor sólo tenía cuatro años, y “El conde de Montecristo” habría sido una reivindicación póstuma del desdichado general Alexandre Dumas. En esa novela, sin embargo,  a pesar de que los bonapartistas parecen las principales víctimas de lo ocurrido tras el fin de los Cien Días (por medio de turbias intrigas más que de brutalidad descarnada), no faltarán vilezas similares perpetradas por los bonapartistas contra monárquicos sobrevenidos -tras un pasado napoleónico- como el general d´Épinay. Si bien perpetradas una vez más por la familia de los Villefort…

Así pues parece que Alejandro Dumas habría jugado con mucha habilidad en 1844 para halagar al público que lo hizo rico. Para entonces (como ya conté en otro correo de la Historia) los restos de Napoleón habían sido traídos con toda devoción desde Santa Elena hacía cuatro años. A Napoleón se le empezaba a ver como una parte de la Historia francesa a honrar y hasta a venerar, pero -en 1844 también- muchos lectores conservadores compraban los folletines de Dumas. Por lo tanto el salvajismo con el que actuaron en 1815 debía ser atemperado, mostrado sólo como la conspiración de un personaje mefítico y traicionero como Villefort. Sustituyendo así la verdadera (e histórica) reacción de esa parte de la sociedad francesa, que actúa, sí, como verdaderos salvajes en 1815. Envenenados de furia asesina por los excesos revolucionarios y el alto peaje en vidas truncadas a causa de las aventuras napoleónicas.

En definitiva “El conde de Montecristo” parece que se basó en un pacto de Dumas consigo mismo entre honrar la memoria de su padre, general bonapartista injustamente tratado, sin por ello ofender, en nada, a ninguno de sus lectores. Pensasen como pensasen sobre aquel Primer Imperio y sus últimos Cien Días iniciados en marzo de 1815. Una historia de contradicciones dumasianas sobre la que, por cierto, volveremos el día 20 de este mismo mes…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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