Por Carlos Rilova Jericó
Hace un par de semanas, a comienzos de este mes de marzo, escribía en otro correo de la Historia del comienzo de los llamados “Cien Días” en los que Napoleón, tras huir de Elba, revive su imperio hasta la derrota de Waterloo. Algo que desencadenará vastos acontecimientos. Algunos bien conocidos. Otros no tanto y necesitados todavía de mucha tinta y papel. De alguno de ellos, por esa misma razón, trataré mañana mismo en el canal “Historia de Gipuzkoa” de este mismo periódico…
Volviendo a ese correo de la Historia de hace dos lunes, hablaba yo en él de cómo había descrito Alejandro Dumas esos “Cien Días” en una de sus más exitosas novelas: “El conde de Montecristo”. Sacaba en conclusión entonces que lo había hecho el genial padre de “Los tres mosqueteros” con algo de “sotto voce”, mitigando mucho la brutalidad con la que los franceses se enfrentaron en una especie de guerra civil de baja intensidad en esos meses de 1815…
Algo que, como decía yo en ese correo de la Historia, se podía deber a que Dumas era, al fin y al cabo, hijo de un general napoleónico, Alexandre Dumas -al que él admiraba fervientemente- pero también tenía, en 1844, muchos lectores que, en 1815, habían sido realistas o tenían amistades y parientes que lo habían sido en aquellos sangrientos días de ajustes de cuentas. Unos que se dieron no sólo en el campo de batalla, sino en corto y por la vía directa en las calles de Aviñón, Marsella…
Hoy 20 de enero vuelvo sobre el asunto porque muchos consideran que esta es la verdadera fecha histórica de inicio de esos Cien Días y también porque eso ofrece una inmejorable ocasión para recordar una conferencia en la que Dumas, en 1865, más de dos décadas después de publicar “El conde de Montecristo“, hablaba abiertamente de lo que para él habían supuesto aquellos últimos “Cien Días” de Napoleón.
Esa conferencia fue recuperada por el presidente de la Asociación de Amigos de Alejandro Dumas, Claude Schopp, reviviendo así ese momento de la vida del novelista en el que impartió dicha conferencia en diversos lugares -Círculo Nacional de Bellas Artes en París, Casino de Cherburgo, Alcázar de Lyon…- con, al parecer, no poco nerviosismo, pues el fuerte de Dumas era más escribir que hablar en público.
En cualquier caso en esa conferencia Dumas puso un énfasis mucho mayor que en sus palabras de 1844, cuando publicó “El conde de Montecristo”. Algo que sería muy lógico tanto por su devoción personal a ese episodio histórico -como hijo fiel de un general de Bonaparte- como porque en ese año, 1865, estamos en el auge del llamado Segundo Imperio napoleónico, bajo la férula del sobrino (acaso hijo natural) de Napoleón. El llamado Napoleón III, a quien, sin embargo, Dumas trataba de “estimado colega”… Como nos dice, una vez más, el trabajo de Schopp.
En definitiva la conferencia del autor de “Los tres mosqueteros” fue sumamente elocuente. Al menos en términos de documento histórico que, hoy, en otro aniversario de los “Cien Días”, nos da la opinión directa de un fiel al Bonapartismo sobre esa cuestión.
Lo primero que la conferencia revelaba es que Alejandro Dumas padre reconstruía esos momentos, los de los “Cien Dias”, a partir de sus recuerdos de un casi niño, todavía, de doce años.
Lo siguiente que para él los “Cien Dias” empezaban en 20 de marzo y no el 1 de ese mes.
Lo tercero y más interesante que revelaba esa conferencia era la admiración que sentía Dumas por Napoleón en esos momentos.
Esa narración de los acontecimientos comenzaba centrándose en el paso de las tropas nuevamente imperiales por Villers-Cottêrets, la villa natal de Dumas y una de las postas por las que marchará el Ejército napoleónico rumbo a su destino final en Waterloo.
¿Cómo ve ese apenas adolescente Dumas la cuestión en esos días en los que el Primer Imperio francés se levanta como un gigante herido, dispuesto a jugarse a un solo golpe el todo por el todo en cien días?
El tono de la conferencia de 1865 es entusiasta, devotamente bonapartista. Empieza con una frase significativa: Napoleón volvía de Elba tras un año de gobierno de los Borbones. Uno, dice Dumas, en el que se habían borrado otros veinticinco de la Historia de Francia. Napoleón, pues, había venido para restaurar esa gloria histórica. Y así lo ve el pequeño Dumas cuando contempla el paso, con fascinación y con gran paciencia, del Ejército imperial. Ante él desfilan, nos dice, treinta mil gigantes. Son los hombres de esa Guardia Imperial, con sus estandartes atravesados por las balas en batallas de nombres resonantes como Austerlitz, Wagram…También pasan ante él doscientos mamelucos de esa misma Guardia Imperial, con sus llamativos pantalones rojos, sus turbantes blancos y sus sables curvos.
Todos ellos le parecen héroes que van a morir, en Waterloo, para restaurar un mundo mejor, también más libre, que es el que para él representa ese Napoleón que tanto admira y parece ver en esos “Cien Días” más como un general revolucionario -como el padre muerto hace años- que como un emperador de maneras dictatoriales.
Pocos días después Napoleón pasará por Villers-Cotterêts. Tal y como hacía por costumbre, marchando en la estela de sus tropas, según nos explica un entusiasmado Dumas, que correrá a la posta para ver la mítica berlina imperial en la que dormita un Napoleón pálido, enfermizo, pero al que Dumas compara con un relieve antiguo…
Así, en esa oleada de entusiasmo, ve el pequeño Dumas -y recuerda el ya casi anciano de 1865- lo que ocurre en esos Cien Días iniciados, para él, un 20 de marzo.
Tiempo después -nos señala Claude Schopp en sus comentarios sobre esta conferencia- a partir de 1830, cuando Napoleón es rehabilitado por la revolución de ese año, el joven Dumas que se abre camino en el Teatro en París, reconocerá que no sabe muy bien cuál es la razón por la que admira a Napoleón, pues los Borbones, en realidad, no le habían hecho ningún mal, ni a él ni a su madre, la viuda del general Dumas…
Una ambivalencia de sentimientos, nos dice Schopp, que se mantendrá en el tiempo y se reflejará en la propia Literatura de Dumas, donde, a veces, como ocurre en “El conde de Montecristo”, Napoleón está casi desterrado. Testimonio, como nos dice también finalmente Claude Schopp, de esos sentimientos encontrados de Dumas por el emperador, que oscilaban entre la admiración y la aversión.
De ese modo, en definitiva, habría visto Dumas la epopeya napoleónica que representa su último acto en esos “Cien Días” ante los fascinados ojos de un niño de doce años, que aún recuerda a un padre muerto tiempo atrás, compañero de armas de aquel meteoro histórico que fue Napoleón. Ese desencadenador y acelerador de acontecimientos históricos que durante veinticinco años -y cien días- conmovieron a toda Europa. Desde los grandes campos de batalla que recordaba Dumas padre en su conferencia, hasta pequeñas -pero altamente estratégicas- plazas fuertes como San Sebastián…