Por Carlos Rilova Jericó
Mañana mismo se cumplirá otro aniversario del motín en Madrid que, el 2 de mayo de 1808, daría la señal para una resistencia general en España contra la invasión de los ejércitos de Napoleón. Ese emperador que había impuesto silencio y obediencia a toda Europa mediante su comprobado genio militar.
Los detalles sobre ese asunto han sido contados muchas veces. Por testigos presenciales y participantes en él como aquel Juan Van Halen que Pío Baroja llamó “capitán aventurero”. Por escritores como Benito Pérez Galdós. Y también, desde luego, por historiadores que son los que han matizado hasta qué punto aquel motín era popular, hasta qué punto estaba manejado por los partidarios del príncipe Fernando y muchos otros detalles sobre esa especie de Toma de la Bastilla española.
Todos ellos han desfilado, ya varias veces, por las páginas del correo de la Historia. Por tanto hoy no volveré sobre esto. Prefiero hablar de algo que rara vez se pone en conexión con los acontecimientos del 2 y 3 de mayo de 1808 en Madrid.
Es decir: qué pasa después de que las tropas napoleónicas ahogan en sangre esa rebelión más o menos popular entre esos dos días de principios de mayo de 1808.
Si lo miramos bien, en términos históricos, todo podía haber acabado ahí. Murat y Napoleón habrían tenido una discusión de cuñados sobre aquel pueblo ingobernable, salvaje, casi iletrado, guiado por monjes oscurantistas y fanáticos y que no reflejaba el sentir de lo mejor y más culto y avanzado de la nación española. Esos que esperaban salir de esas tinieblas goyescas gracias a la sabia tutela de la Francia napoleónica. Acaso Murat no habría renunciado al trono español y él y la bella Carolina Bonaparte hubieran reinado, felices y contentos, en el Palacio de Oriente en una Europa que, a partir de ahí, sería bastante distinta a la que conocemos desde 1815.
Es decir: el 2 de mayo de 1808 podría haber sido perfectamente una nota a pie de página, un hecho irrelevante desde el 4 de mayo. Poco menos, incluso, que las hazañas del hostelero tirolés Andreas Hofer que liderará una notable rebelión antinapoléonica en esas latitudes europeas más o menos en las mismas fechas del levantamiento de Madrid.
Pero ya sabemos que no fue así. Y esto, como todo en Historia, tiene un porqué. Algo que sin embargo ha quedado un poco desdibujado, ensombrecido por la semileyenda guerrillera que ha sido explotada -por españoles y extranjeros, por amigos y enemigos- hasta la náusea.
Es así como desaparecen, para muchos millones de españoles, los minuciosos planes que el partido patriota español -o fernandino, o antinapoleónico- comienza a desplegar a partir de los fusilamientos del 3 de mayo.
Y es que el bajo pueblo de Madrid que ha caído combatiendo en las calles el 2 de mayo o al día siguiente en las ejecuciones “ejemplares”, no ha sido, ni mucho menos, la única parte de España que se niega a aceptar las imposiciones de Napoleón que en otras partes de Europa -y además gracias a la ayuda española desde 1795- han sido acatadas aunque fuera de pésima gana.
En efecto, pronto, en mayo de 1808, comienzan a aparecer funcionarios y militares de carrera españoles que se niegan a seguir aceptando la cruel pantomima diseñada por el emperador.
El caso del valle navarro de Roncal es uno de los que -por razones de trabajo- más me ha llamado la atención últimamente. Fue estudiado muy a fondo por Rafael Gambra, descendiente de uno de los protagonistas de los hechos (del que hablaré enseguida) en un muy pulcro artículo titulado “El Valle de Roncal en la Guerra de la Independencia. Los orígenes de la Guerra en Navarra y el “Proyecto Secreto” (*)”.
Lo que escribiré a continuación es tan sólo un resumen de ese esmerado trabajo (muy ajeno a la ideología ultratradicionalista del autor) que fue publicado en el año 1959, como comunicación a un congreso en Zaragoza.
Rafael Gambra nos explica en esas páginas, a partir de un notorio archivo familiar entre otras fuentes (francesas incluidas por supuesto), cómo se organiza en Roncal la resistencia bélica contra las tropas invasoras.
Los que entran en escena en ese momento, al menos como jefes y organizadores, no son precisamente los toscos majos y chisperos de Madrid, ni los asilvestrados guerrilleros dirigidos por un clero que bendice -con ojos y gesto enfebrecido- sus masacres de franceses como a la propaganda napoleónica le hubiera gustado.
Muy al contrario aquí hablamos de ricos propietarios y empresarios como Pedro Vicente de Gambra, dueño de más de 20.000 cabezas de ganado e interesado en proyectos propios de la Europa y la España del Siglo de las Luces. Como el Canal Imperial de Aragón ideado por el también ilustrado canónigo zaragozano Pignatelli, que es quien pone en marcha ese proyecto para hacer llegar madera de los valles del Norte a los astilleros del Mediterráneo. Labor en la que Pedro Vicente de Gambra intervendrá con obras hidráulicas que hagan realidad la salida de esa materia prima que él explota en Roncal.
La resistencia antinapoleónica, como vemos, no es aquí cosa de un pueblo amorfo, inculto y dirigido por un clero que parece saber poco más que él. La vida de Pedro Vicente de Gambra nos trae ecos, indudables, de la España y la Europa ilustrada. Y de la mano de un clérigo, Pignatelli, que encaja muy mal en la propaganda napoleónica.
Este ilustrado propietario navarro, Gambra, saliendo en defensa de sus propios intereses, será quien vertebre, en base a su experiencia bélica durante la Guerra de la Convención, las iras populares -también bien aventadas- contra la invasión napoleónica.
En esa tarea no estará solo. Contará con la constante ayuda de su futuro yerno. Un militar de carrera, de origen vízcaino, que ha pasado a la Historia como mariscal de esas guerras napoleónicas y que respondía al nombre de Mariano Renovales.
Renovales, y sus dos futuros cuñados, se foguearán primero durante los sitios de Zaragoza. Cuando la ciudad capitule, todos ellos se las arreglarán para continuar la lucha en otros frentes. En este caso en el Valle de Roncal.
Así es como Mariano Renovales -que entonces sólo es un teniente coronel del Ejército español que ha permanecido fiel al juramento a Carlos IV- logrará poner en jaque a nada menos que, entre otros, el selecto regimiento de la Guardia Nacional francesa que actúa como fuerza ocupante en Navarra en esos momentos.
¿Lo hará con espectaculares golpes de mano y emboscadas? Pues siento decepcionar a quienes aún piensan que la guerra la ganaron los “guerrilleros”, porque en esos comienzos del año 1809 las tácticas usadas por Renovales y su estado mayor con las levas populares hechas en Roncal, serán de verdadero manual militar europeo de la época. Es decir: combaten en batalla campal, en secciones de orden cerrado para aprovechar bien la descarga de mosquetería por líneas, se despliegan de manera escalonada y operan en movimientos de marcha y contramarcha para flanquear y embolsar al enemigo que, en ese caso, les da numerosos prisioneros …
Eso, ni más ni menos es lo que ocurre en el Roncal de 1809, días, semanas, meses… después de que la guerra ya sea abierta y declarada, cuando cae el último ejecutado en Madrid el 3 de mayo…
Y así, y no de otro modo, será como, años después, tras esfuerzos constantes como esos, se gane la guerra al que, en 1808, parecía invencible emperador Napoleón.