Por Carlos Rilova Jericó
La revuelta campesina que hoy recorre Europa, como aquel fantasma del Comunismo del que hablaban dos filósofos alemanes hoy un tanto devaluados, parece un momento oportuno para reflexionar sobre ese fenómeno que no ha tardado mucho en ser asimilado a movimientos políticos retrógrados. Como la extrema derecha.
El terreno, nunca mejor dicho, estaba abonado para esto. La revuelta, esta nueva “Jacquerie” que ha tomado el corazón de Europa este jueves pasado, ha estallado en Francia y de ahí se ha extendido rápidamente a la mayor parte de la UE.
Eso son muchos números en la rifa de los titulares de prensa simplificadores como para que apenas se haya tardado en identificar la actual protesta campesina con esa extrema derecha que, en efecto, tuvo días de gloria en el campo francés desde 1929.
Esas tendencias han sido bien descritas en libros específicos sobre el fenómeno como “Le Temps de Chemises verts” de Robert O. Paxton o, de modo más tangencial, en manuales básicos sobre el fenómeno del Fascismo como el escrito, hace años, por Stanley Payne y titulado, precisamente, “El Fascismo”. Ahí Payne, el viejo profesor texano, nos descubría que, en efecto, en el período de entreguerras aparecieron fascistas de muchos colores y en el medio rural francés unos que se identificaban por lucir camisas verdes donde otros las lucían negras o pardas…
No sólo en esto había afinidad entre esos campesinos franceses de 1929 y los fascistas más decantados como los nazis alemanes. El credo de los camisas verdes se concretaba en la vuelta a un mundo tradicional, preindustrial, antiurbano… rasgos, como puede verse fácilmente, muy afines, en efecto, al Nazismo alemán.
¿Hay algo de eso en esa ola de cólera campesina iniciada en el medio rural francés y extendida hoy al resto de la Unión, desde Portugal hasta Alemania, pasando por Irlanda y España?
Es muy probable que los hoy -también probablemente- algo asustados funcionarios de la Unión Europea, sitiados en sus sedes bruselenses, se hayan sentido tentados a lanzar esa impresión para desacreditar a ese enemigo que empieza a adquirir un aspecto formidable. El ya citado profesor Payne nos avisaba en su obra “El Fascismo” de que, tras la derrota de ese movimiento en los campos de batalla, en 1945, esa palabra se había convertido en un arma arrojadiza vacía de contenido al ser utilizada tan sólo como grito primario a fin de desacreditar a un adversario político que, probablemente, estaría en las antípodas de cualquier clase de Fascismo.
¿Qué habría de cierto en esa enésima acusación histérica de “extremoderechismo” para tratar de neutralizar al también enésimo enemigo que se han buscado los burócratas bruselenses? Ciertamente al historiador, cuanto más cerca está de los hechos que, en algún momento, se volverán históricos, más difícil le resulta evaluar estos y saber, con certeza, qué sentido o sesgo pueden tener o acabar tomando.
En otras palabras: tras dos años de enfrentamientos entre medio rural y burocracias urbanas, aún es complicado saber si la revuelta campesina que ha tomado fuerza ahora en Francia es, o no, un rescoldo avivado de aquellos camisas verdes de 1929 alzados contra un mundo urbano que pensaba en clave de progreso humano ante fuerzas retrógradas, nostálgicas de un idílico mundo rural que -como todo lo idílico- probablemente no existió más allá de esa propaganda incendiaria de los años 30.
Sin embargo, aun con todas las precauciones posibles, yo me atreveré a decir que, al menos de momento, los actuales “jacques” tienen más en común con sus ancestros medievales -como los payeses de remensa catalanes por ejemplo- o con los campesinos del Gran Miedo de 1788-1789, que con los camisas verdes del año 1929.
Por las pocas declaraciones que se van filtrando, esta nueva revuelta campesina reclama justicia elemental contra un poder que -generado o no en un mundo urbano supuestamente más progresista- actúa del mismo modo en el que las oligarquías feudales actuaban en la Edad Media. Es decir: oprimiendo a los productores de alimentos básicos, sometiéndolos a un estatus civil indigno y sobreexplotando su fuerza de trabajo por medio de leyes que dan la parte del león a esa nueva oligarquía que vive cómoda y regaladamente de ese trabajo pero ajena a él.
Esa situación, propia del Feudalismo que llaman “clásico”, generó innumerables revueltas de campesinos en Europa. Especialmente durante la Baja Edad Media, a partir del siglo XIV. Algunas de ellas, como la inglesa de 1381, ponían en entredicho incluso la sociedad dividida entre privilegiados (clero y nobleza) y la gran masa desposeída de casi todo salvo de la obligación de trabajar para esos privilegiados…
Esas revueltas de “jacques” franceses -o de campesinos catalanes o ingleses- reclamando un trato digno y un más justo reparto de trabajo y riqueza, mejoraron algo la vida de ese gran porcentaje de la población europea, pero en vísperas de la revolución de 1789 las condiciones eran aún lo bastante duras como para que el campo francés reaccionase ante la oleada revolucionaria que había empezado varios años antes en Holanda -como ha ocurrido ahora- y que conmocionó hasta sus cimientos a Francia y su edificio político.
Ese movimiento de revuelta campesina se describió como el “Gran miedo”. Los campesinos franceses, azuzados por el temor a represalias por parte de los señores feudales que se veían acorralados por las nuevas fuerzas políticas, asaltaron en 1789 castillos y mansiones, quemaron registros en los que se consignaban sus deberes de servidumbre hacia esos señores de la tierra, que habían ostentado esos privilegios desde la Edad Media, y, finalmente, con su revuelta, forzaron la liberación de la tierra y la abolición de los derechos señoriales sobre ella por parte de la asamblea revolucionaria, que se había convertido en el nuevo poder en aquella Francia de 1789.
Naturalmente hoy el campo está mecanizado y por tanto se ha reducido en su porcentaje de población. Algo que es producto de ese cambio radical de agosto de 1789 en el que se pasó del Feudalismo a un medio rural convertido en otra empresa burguesa, capitalista, sujeta a las fluctuaciones, en exclusiva, del mercado, de la oferta y la demanda… Sin embargo no deja de haber hoy paralelismos con la situación que vivían los “jacques” antes de 1789.
Algunos de ellos lo han expresado claramente ante el sitiado Parlamento de la UE: se están enfrentando a una especie de nueva oligarquía que, bajo pretextos un tanto cuestionables, está ahogando sistemáticamente un sector económico del que depende la subsistencia física de la población europea general. Pues, como muy bien dicen algunos de los eslóganes de esta nueva revuelta campesina, sin agricultores no hay comida… Un extremo que, por alguna extraña razón, los funcionarios de la UE, refugiados en sus nuevos castillos institucionales, no parecen ser capaces de discernir, tropezando absurdamente, según todos los indicios, en una vieja piedra muy similar a la que hizo tropezar, una y otra vez, a la oligarquía feudal en 1381, en 1789…
Algo que debería recordarnos no esa frase tan manida de que quien no conoce la Historia está condenado a repetirla, sino que quien nada sabe de Historia no hará sino cometer ciegos y estúpidos errores que se podrían haber evitado fácilmente con algo más de cultura y conocimiento. Base fundamental de ese sentido que llaman “común” y que, a veces, parece tan ausente de los centros políticos donde se toman decisiones muy graves para millones de personas a las que no se va a parar en sus demandas sólo por decir que son de “extrema derecha”. O buscando camisas verdes y falsas analogías para salir del apuro con un nuevo cortoplacismo suicida…