Por Carlos Rilova Jericó
Hace un mes aproximadamente Wifredo Ricón García, profesor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, me hacía llegar un magnifico libro que acababa de publicar, a finales de 2024, sobre el escultor Antonio Palao Marco.
El motivo de esa publicación, apoyada por el Ayuntamiento de Yecla, el gobierno de la región de Murcia, la Fundación Cajamurcia y la de Ibercaja, era recordar, en el bicentenario de su nacimiento, a ese escultor nativo de Yecla y de Murcia.
Quizás podría parecer que no debería de haber mucha relación entre ese tema y un especialista en Historia Contemporánea. A primera vista es posible. A segunda no tanto, porque, como me recordaba Wifredo Rincón, en la vasta carrera de ese escultor de Yecla, nacido en 1824, había una obra sobre la que yo no podía pasar por alto.
Se trata de la estatua que se encargó a Antonio Palao por una población guipuzcoana distinguida con el hecho -ciertamente histórico- de ser el lugar de nacimiento de Juan Sebastián Elcano. El navegante que culminó la primera circunnavegación al globo terrestre. Estamos hablando, evidentemente, del que el marqués de Rocaverde llamaba en las Juntas Generales reunidas en 9 de julio de 1859 “ilustre hijo de Guetaria”. Tal y como apunta el mismo libro del profesor Rincón García, cuando recuerda en esa gran biografía dedicada a Antonio Palao Marco, el momento en el que esa institución guipuzcoana reclamaba que se reconstruyese la estatua que se había erigido en esa villa guipuzcoana en 1800 y permaneció allí hasta que había sucumbido al asalto que las tropas carlistas habían lanzado sobre ella en 1836, para desalojar de allí a los liberales.
Es en este punto en el que, desde luego, la biografía del escultor Antonio Palao Marco se hace más interesante para alguien que se ha especializado en Historia Moderna y Contemporánea, porque los avatares históricos de la estatua del año 1800, la que se encargó a Antonio Palao y las circunstancias que las rodean a ambas, son un pasaje por el que no debería evitar pasar alguien dedicado a estas cuestiones. Veamos los porqués de esa afirmación.
Como bien recuerda el libro de Wifredo Rincón García, la primera estatua al “ilustre hijo de Guetaria” fue erigida a cuenta de quien debería ser considerado un no menos ilustre hijo de esa villa guipuzcoana: Manuel de Agote y Bonechea. Otro navegante al que el historiador que estas líneas escribe lleva dedicados años de estudio y hasta una biografía que debe ser presentada al público no dentro de mucho tiempo, pues ya ha quedado publicada e impresa.
Es así que, leyendo las páginas dedicadas por el profesor Rincón García a este asunto, el historiador que ha dedicado gran parte de su tiempo a Manuel de Agote y Bonechea (y también a impartir cursos y conferencias sobre Historia del Arte) no puede evitar pensar en lo paradójico de esa escultura y la historia particular que la rodea. Y tampoco puede evitar recordar esa frase sobre que los pueblos que olvidan su propia Historia están condenados a repetirla. En el caso que nos ocupa aun me permitiría ser más cáustico sobre esa solemne frase tan manida. Yo creo que, más bien, los pueblos que olvidan -o ignoran olímpicamente- su propia Historia, más que destinados a repetirla están destinados a quedar en una vergonzosa evidencia ante otros pueblos -más sabios, más astutos si se quiere- que no olvidan la suya ni permiten que otros la olviden.
En el caso de la obra de Antonio Palao, en su conjunto -pulcramente recogida en esta biografía escrita por Wifredo Rincón García- eso se ve con claridad. En general y más aún si nos centramos en la cuestión de la estatua de Elcano.
La primera estatua fue encargada, como ya he dicho, con todo derroche de medios, por Manuel de Agote y Bonechea en el año 1800. Agote se lo podía permitir. Era lo que los británicos llamaban un “nabab”. Es decir, un comerciante que había hecho fortuna con los astronómicos márgenes de beneficio que daba en el siglo XVIII el tráfico entre Oriente y Occidente. Incluso si se trabajaba por cuenta ajena, para una de las grandes compañías estatales. Ese era el caso de Manuel de Agote, que fue agente de la Real Compañía de Filipinas al cargo de la factoría comercial española en los puertos de Macao y Cantón, entre los años 1790 y 1796, y antes de eso en diversos menesteres para esa empresa (y otras como Ustariz, San Ginés y Compañía) desde 1779 en adelante.
Manuel de Agote, ya de regreso a España, como otro “ilustre hijo de Guetaria” que era, sería elegido alcalde de esa villa y encargaría la estatua de Elcano -en mármol- a otro escultor de Murcia: Alfonso Giraldo Bergaz, académico de mérito de la Real Academia de San Fernando.
Y así fue como nació ese monumento con el que la villa y Manuel de Agote en especial recordaban una hazaña científica de importancia mundial. Como lo era esa circunnavegación del desconocido globo terrestre.
A eso se puede añadir que ahí quedó todo. Pese a los esfuerzos de Manuel de Agote en 1800 o los de 59 años después de las Juntas guipuzcoanas, en momentos en los que esas instituciones -y toda España- aún tenían pretensiones de hacer valer su propia Historia. Una labor que cogió de lleno a Antonio Palao y que queda de manifiesto en otras obras que, por supuesto, también reseña Wifredo Rincón García. Como la estatua dedicada a Ramón Pignatelli que planea la Diputación de Zaragoza desde 1857 en adelante, para honrar así a ese ilustrado clérigo constructor del llamado Canal Imperial. Una creación propia de la España del Siglo de las Luces que con obras como esa -o como el Canal de Castilla- trata de seguir el espíritu de esos tiempos dieciochescos que buscan avances y mejoras en Economía, Arte, Educación y todo lo que hoy asociamos con la palabra “Ilustración”.
Después de esos años y esas obras lo que ha venido, hasta hoy, ha sido más bien lo que dos historiadores italianos, Carlo Ginzburg y Carlo Poni, definieron en su día (hacia 1991) como “intercambio desigual”. Ambos señalaban en un artículo -que fue publicado también en español por la revista “Historia social”- que lo que investigábamos, contábamos y decíamos los historiadores “latinos”, tenía muchísima menos difusión y se le daba mucha menos importancia que a lo producido por nuestros colegas del Norte de Europa y, en especial, por los anglosajones.
Ciertamente, con el paso del tiempo, se ha visto que en el caso del profesor Ginzburg -como se ha dicho varias veces- ese intercambio desigual no ha existido, pues su obra ha sido bien difundida a escala mundial, haciendo de él un historiador de referencia. Tanto al Sur como al Norte del mapa terrestre que levantaron navegantes como Elcano o Manuel de Agote.
Sin embargo si volvemos a la estatua de Palao, lo dicho por el mismo Carlo Ginzburg y por Carlo Poni parece seguir siendo preocupantemente cierto. Veamos, otras vez, los porqués de esto.
Un alter ego de Manuel de Agote y Bonechea, el arquitecto sir William Chambers (nacido en Gotemburgo, Suecia, en 1723 y fallecido en Londres en 1796, justo el año en el que acaba la misión en China de Agote) se dedicaría buena parte de su vida -entre 1740 y 1749- a lo mismo que ese navegante getariarra, como factor de la Compañía Sueca de las Indias Orientales. Esos viajes a Asia, años después, cuando ya se dedica en exclusiva a la Arquitectura, le inspirarían la pagoda china que se erigió en Kew Gardens en 1761 con el apoyo de la Corona británica.
Pues bien, hoy día esa obra, que es tan sólo un reflejo del gusto de la segunda mitad del siglo XVIII por las llamadas “chinerías” o “chinoiseries” -plasmadas en obras palaciegas por toda Europa- es universalmente conocida cuando menos en libros de Historia del Arte y en esas guías de viaje que los europeos del Sur aferran con devoción cuando van a admirarse con maravillas como esa pagoda en sus viajes por el Norte de Europa, más allá de la raya de París.
¿Merecería la misma atención la estatua de Elcano que realizó en su día Antonio Palao Marco y que, como vemos, tiene detrás una historia muy similar a la de la pagoda de Chambers?
Yo creo que sí, pero mientras el intercambio desigual persista y libros como el dedicado al bicentenario del nacimiento de Antonio Palao sigan siendo casi desconocidos incluso en la provincia, o país, donde él realizó obras como esa estatua de Elcano, no creo que pueda esperarse nada más. Salvo ese desconocimiento de la propia Historia que no creo que nos lleve tanto a repetirla como a cosechar sonrisas de superioridad y molesta condescendencia entre otros que sí saben cómo cultivar y poner en valor su Historia y su Historia del Arte. Aunque sea tan sólo paseando por el mundo una pagoda china de imitación como la de ese trasunto de Manuel de Agote y Bonechea que fue sir William Chambers…
Asunto éste que, creo, bien merece más de una reflexión por parte de todos los implicados -o perjudicados- por ese intercambio desigual tan empobrecedor para esa Europa que dicen unida.