Por Carlos Rilova Jericó
Algunos historiadores franceses se quejaban durante el bicentenario de la Revolución francesa de que la Historia no podía escribirse al hilo de un centenario, o similar, de grandes acontecimientos como ese.
No quito razón alguna a esos eminentes colegas. Pero sí añadiría que a veces es conveniente, y casi inevitable, escribir mirando al calendario.
Ese es el caso del correo de la Historia de esta semana. Hace exactamente tres días se cumplía, el 31 de octubre, otro aniversario de un hecho histórico del año 1861. Ni siquiera se trata de un aniversario redondo. Ni de un centenario ni cosa parecida. Sin embargo creo que es una fecha que merece la pena recordar. Y mucho más en el marco de la que parece inacabable polémica lanzada por los dos últimos gobiernos mexicanos acerca de la exigencia de pedir excusas a los españoles por lo ocurrido, presuntamente, durante la conquista del imperio azteca por Hernán Cortés.
Tengo personalmente pocas dudas de que esa exigencia -que ya ha sido condenada como absurda con argumentos a veces históricos y a veces más viscerales- no debería ser, en ningún caso, avalada por los historiadores que se toman en serio su profesión.
Y es que la demanda del presidente López Obrador y de su sucesora, la presidenta Sheinbaum, parte, lo sepan ellos o no, de una manipulación y una ignorancia atroz de qué es la Historia y de cómo funciona realmente ésta, como vemos, sufrida ciencia.
Tanto López Obrador como Sheinbaum son hijos del México poshispánico. Es decir; tienen, como la mayoría de mexicanos, mucho más que ver con la Historia del México de mediados del siglo XIX o comienzos del XX, que con la época de la conquista española y el Virreinato.
Así las cosas uno se pregunta cómo es que ni López Obrador ni Sheinbaum han mandado a España una carta en la que en lugar de pedir ninguna clase de excusas sobrevenidas, agradecieran a España lo ocurrido en 1861 en el México presidido entonces por un personaje como Benito Juárez, que tan caro debe ser al indigenismo militante de ambos presidentes pese a ser uno de ascendencia criolla española y de judíos lituanos la otra.
Esos hechos se comenzaron a desarrollar en Londres justo el 31 de octubre del año 1861. En esa fecha las tres potencias que habían dado forma al mundo desde la llamada Era de los Descubrimientos a lo largo del siglo XVI y los dos siguientes, Francia, España y Gran Bretaña, firmaban la Convención de Londres.
¿En que consistía tan magno documento? Pues sencillamente en que esos tres países ante el caos y la guerra civil que arrasaban la república mexicana en ese momento, deciden mandar una expedición militar conjunta para proteger a sus ciudadanos atrapados en aquel torbellino político y especialmente a sus inversores, cuyos préstamos y acuerdos comerciales con esa república mexicana no estaban siendo respetados, causando un notable daño a las arcas de esas tres potencias y, sobre todo, a su prestigio internacional. Un punto de honor que interesaba especialmente a la España de 1861, gobernada por la Unión Liberal, empeñada en una política exterior de prestigio que devolviera a ese país el lustre perdido a causa de la extenuación causada por las guerras napoleónicas y por la Primera Guerra Carlista.
El acuerdo de Londres quedó pues impecablemente sellado ese 31 de octubre y así se decidió el envío de tropas para hacerlo valer en México. El contingente más elevado fue el francés. Pues la política exterior del sobrino -más bien putativo- de Napoleón Bonaparte era mucho más ambiciosa que la española. El objetivo final de los franceses al desembarcar más de 12.000 hombres en suelo mexicano, era establecer allí un imperio dominado por el propio Napoleón III a través de la persona de un príncipe de la Casa Habsburgo: Maximiliano.
En realidad tan solapado plan, que finalmente fue llevado a cabo, estaba específicamente prohibido por esa Convención de Londres que, en apariencia, habían firmado de tan buen grado los representantes británicos y españoles junto con los franceses.
Fue ahí donde llegó el favor que hoy el señor López Obrador o la señora Sheinbaum deberían agradecer a España dejando al menos en tablas la cuestión de la petición de excusas, demostrando así conocer con más finura la propia Historia del México que gobiernan o han gobernado.
En efecto, una vez que el puerto de Veracruz fue tomado por la expedición conjunta de británicos, españoles y franceses para presionar a la tambaleante república de Juárez, se iniciaron las conversaciones ad hoc para llegara a alguna clase de acuerdo que, sin excluir la firmeza de las bayonetas ya desplegadas (agotada la paciencia de aquellos acreedores europeos), no excluyera unos términos pacíficos, razonables y más bien amistosos.
El encargado de que se llegase a esos términos tan convenientes para todos, fue precisamente el jefe del contingente español desplegado en México que alcanzaba la cifra de 6500 hombres. Ese hombre era el general Juan Prim, bien conocido en España y que incluso conserva su nombre homenajeado en las calles de varias ciudades españolas, a salvo, de momento, de la ignorancia histórica que también, por desgracia, exhiben algunos políticos, y políticas, españoles.
Historiadores como Pere Anguera o Luis Alejandre Sintes ya han dejado claramente escrito en libros dedicados a esos asuntos qué es lo que hizo en aquel momento el general español. Juan Prim y Prats se mostró firme en esas negociaciones y se erigió en defensor de los intereses mexicanos ante las otras dos potencias, tratando de que se cumpliera tanto el espíritu como la letra de esa Convención de Londres firmada por las tres naciones en 31 de octubre de 1861.
Actitud lógica teniendo en cuenta que Prim estaba casado con una terrateniente mexicana, pero, en cualquier caso, muy propio del carácter del general catalán que lo convertirá en lo que hoy llamaríamos una “celebrity”. Tanto que incluso llegará a aparecer brevemente mencionado en las páginas de obras famosas de la Literatura universal como “El retrato de Dorian Gray”, aparte de en la Prensa internacional del momento.
Prim presionará en las negociaciones desde la posición de fuerza de ser el representante de la base territorial más grande y más cercana a México que podían utilizar los franceses enviados a la difícil misión de doblegar aquel México caótico. Hecho avalado, además, por mandar el segundo contingente militar más importante desembarcado en Veracruz y que, dada esa proximidad de Cuba, bien podía aumentar de número rápidamente comprometiendo a la fuerza expedicionaria francesa y los grandes planes de Napoleón III con el que, por otra parte, como nos recuerda Pere Anguera, Prim conservaba una cordial amistad y admiración -al parecer mutua- con aquel segundo emperador francés casado con la aristócrata española Eugenia de Montijo.
Fue así como el general Prim consiguió que Gran Bretaña, que contaba en México con una fuerza mucho menor, que no excede los 700 infantes de Marina desembarcados de una pequeña flotilla, se retirase del envite y decida no avalar aquella ruptura descarada de la Convención de Londres, evacuando las tropas al mismo tiempo que reembarcaba el contingente español. Negándose así a involucrarse -como una especie de tontos útiles- en los megalomaníacos planes del emperador francés que, además, eran fruto de una maniobra bastante fea como firmar unos acuerdos el 31 de octubre de 1861 a los que, según todos los indicios, no pensaba hacer honor.
Prim no pudo evitar la guerra que las fuerzas francesas no hicieron sino agravar con el estrambótico gobierno, casi de opereta, de Maximiliano I. Pero al menos con su digna actitud y la evacuación conjunta de las tropas españolas y británicas, evitó que fuera a peor y que los descarados planes de Napoleón III consiguieran además el aval de dos potencias como Gran Bretaña y España, que, por otra parte, acogieron y protegieron en ventajosas condiciones a oficiales mexicanos prisioneros de guerra de los franceses. Como ya se contó en un correo de la Historia muy anterior a éste y a las protestas de López Obrador y Sheinbaum.
Por todo ello yo diría que el 31 de octubre de 1861 es una efeméride histórica digna de ser recordada. Siquiera sea para que la Historia común de España y México no sirva de base a espectáculos que algunos tal vez calificarían de bochornosos. Y no sin razón una vez que todo, y no sólo una parte, ha sido considerado a la luz de las relaciones históricas entre España y México a lo largo de un tiempo que va más allá de ciertas obsesiones políticas interesadas…