Por Carlos Rilova Jericó
Hoy, una vez más, para variar, voy a hablar, otra vez, de Cataluña, de la Historia, de la independencia que pretende menos de la mitad de su cuerpo electoral, etc…
La verdad es que podría, incluso debería, haber pasado del tema, que empieza a ser un poco agotador.
Pero, como ven, no he podido. No sé muy bien el porqué. Acaso por eso que llaman “atracción del abismo” (es decir, la sensación de sentirse casi capturado magnéticamente por cualquier barranco al que uno se asoma). O tal vez, lo más probable, porque, como historiador, es difícil sustraerse a hablar de hechos históricos cuando estos están ocurriendo.
No cabe duda de que estamos teniendo ante nuestros ojos, hoy mismo, un hecho histórico. Como lo tuvimos hace veintiséis años, cuando el Muro de Berlín cayó y con él, poco a poco, se desintegró el bloque soviético.
Como ya sabemos la cosa es que un 47 %, y poco más, de los votantes catalanes han respaldado la opción de independizarse de España en sucesivas votaciones de todas las características. Desde referéndums convocados ilegalmente que duraban nada menos que quince días, hasta elecciones autonómicas convertidas en un plebiscito para demostrar que, si se vota a determinados partidos (Convergència, ERC, CUP…), se está votando lo que estamos viendo ahora mismo, en directo.
Es decir, la proclamación de la independencia de Cataluña.
Obviamente, como ser humano carente de superpoderes, no sé dónde va a acabar esto. Según se decía a fines de la semana pasada, el gobierno de España recurrirá de inmediato -si no lo ha hecho ya para cuando estás líneas se hagan públicas- esa declaración unilateral de independencia prevista para hoy lunes.
A partir de ahí, es difícil especular qué más puede pasar. Una de las hipótesis es que esta declaración de independencia se encone de tal modo que ocurra lo mismo que ocurrió, por ejemplo, tras la declaración de independencia de los actuales Estados Unidos, un ya lejano 4 de julio de 1776.
Es decir, que el partido a favor de la independencia logre ir cerrando filas en torno a su proyecto y, poco a poco, lleve su rebelión hasta el punto más lejano. A saber: hasta algún campo de batalla que hoy es una gloria nacional estadounidense. Como el de la famosa Bunker Hill, donde se foguean las primeras tropas, casi improvisadas, de un ejército independentista digno de tal nombre con los casacas rojas del rey Jorge.
Es, como digo, una hipótesis a plantearse. Aunque parece poco probable. A pesar de que los padres de esa nueva nación catalana -que, de momento, aún no existe de facto, aunque haya sido proclamada de iure hoy mismo- han estado haciendo gestiones para crear un Ejército propio.
Parece incluso improbable que algunos integrantes de ese 47 %, y poco más, de catalanes partidarios de la independencia, traten de repetir los hechos de 19 de abril de 1775 en Concord y Lexington, cuando los “Minutemen”, los colonos independentistas norteamericanos, hostigaron militarmente por primera vez -más de un año antes de que se declarará la independencia oficialmente- a las tropas británicas que trataban de llevarse armas y pólvora que esos rebeldes habían depositado en estas poblaciones de la entonces provincia de Massachusetts.
Esa hazaña, tan dramática, parece poco probable en la Cataluña de 2015 porque esa acción del año 1775 fue llevada a cabo por unas instituciones que ya habían tomado medidas realmente eficaces, sin vuelta atrás, para enfrentarse con el poder establecido. En este caso la monarquía británica regida por Jorge III.
Es decir, antes de que ocurriese ese incidente que, según el poeta yankee Ralph Waldo Emerson, resonó en todo el Mundo, los políticos al frente de la insurrección no habían hablado de crear un Ejército. Lo habían formado ya. Instruyendo, mal que bien, en tácticas de combate de línea a los colonos partidarios de la insurrección, formando esos cuerpos de “Minutemen”. Es decir, “Los hombres del minuto”, que debían estar listos para entrar en acción -evidentemente hostil- contra los soldados británicos en cuestión de ese lapso, un minuto, apenas se tocase a formar.
Nada de eso parece haberse dispuesto con respecto a ese 47 %, y poco más, de catalanes dispuestos a declarar la Independencia. Con lo cual hoy tenemos una ecuación histórica improbable por incompleta, donde un nuevo 4 de julio de 1776 se tendría que dar sin que haya habido un nuevo 19 de abril de 1775 previo.
Algo que, en definitiva, parece muy poco serio. Con más de farsa que de Historia.
Así, la hipotética independencia catalana parece ir a desvanecerse en un aburrido proceso administrativo, a golpe de Tribunal Constitucional, donde la única emoción, el único riesgo similar siquiera a las batallas de Concord y Lexington de aquel 19 de abril de 1775, se reducirá a cantar, en medio de lágrimas de emoción, “Els segadors” -como ha venido siendo habitual hasta aquí- y rasgarse las vestiduras presentando ante el Mundo entero a la Cataluña independentista como una víctima inocente de una España que no sabe lo que es la democracia tras treinta años de transición de una dictadura a un sistema parlamentario.
Una estrategia, sin embargo, de lo más eficaz. Y es que, sí, no hay duda de que los dirigentes de esta insurrección independentista -al menos algunos de ellos- quizás no están dispuestos a llevar las cosas tan lejos como los colonos americanos las llevaron en 1775 en Concord y Lexington, pero esa falta de una bravura que algunos incluso pueden considerar demodé, no impide que sepan cómo tocar las teclas oportunas para hacer que crezca, sin cesar, el número de independentistas en Cataluña, manipulando emociones primarias, manipulando la Historia…
Un proceso, y ese sí que es un problema, que ya se vivió, a gran escala, en, por ejemplo, la Europa de hace cien años, cuando los intereses de las distintas potencias y, naturalmente, de quienes las dirigían y más se beneficiaban de su existencia, usaron resortes muy similares para lanzar a miles y miles de hombres a enfrentarse entre ellos sobre los campos de batalla que partieron a Europa por la mitad, desde Bélgica hasta los Alpes italianos.
Algo que se resolvió con esos miles de hombres vistiendo diversos uniformes -desde el “feldgrau” alemán hasta el “bleu horizon” francés- y convertidos en carne de cañón que no lo pensaba dos veces cuando los silbatos de sus oficiales daban la señal de salir a la tierra de nadie y avanzar bajo el fuego de las ametralladoras enemigas que, en cuestión de horas -insisto, en cuestión de horas-, apoyadas por la Artillería, podían llegar a liquidar a cerca de cien mil personas puestas sobre esa tierra de nadie…
Es una útil lección ésta de hace cien años de la que, quienes hoy enfrentan la insurrección de ese poco más del 47 % de votantes catalanes, deberían aprender.
Siquiera sea para que, sin resultados tan trágicos como los de 1915, el número de insurrectos no aumente gracias a los ímprobos esfuerzos de esos que, por razones tan dispares como lo pueden ser las del sr. Artur Mar y los ultraizquierdistas de la CUP, tratan de separarse de España sumando, de manera lenta pero implacable, voluntades que no se lo van a pensar dos veces cuando oigan los silbatos que mandan votar contra esos “espanyols de m…”. Un proceso de movilización antiespañola lento -pero seguro- que desde Madrid -esa es la verdad- se ha dejado crecer de un modo tan irresponsable que, quizás, hubiera asombrado incluso al loco rey Jorge III. El mismo al que, en medio de su inopia psiquiátrica, se le fue de las manos aquel asunto de sus colonias norteamericanas en 1775. De la manera más tonta…