Parece ser que últimamente no tengo mucha suerte con los temas que elijo para llenar este correo de la Historia semanal. En efecto, por más que quiera distanciarme de la actualidad ésta parece que se empeña en servir temas que están estrechamente imbricados con las noticias que vemos en televisión o leemos en los periódicos.
Así esta semana resulta casi imposible no decir nada sobre la posible secesión de Gran Bretaña de la Unión Europea. Eso que han llamado el “Brexit”. Juego de palabras a base de “Britain” -Gran Bretaña- y “Exit”, préstamo del latín al inglés para significar “salida”.
Bien, y se preguntarán ¿qué tiene que decir la Historia de esa posible salida de Gran Bretaña de una Unión Europea en la que siempre parece haber estado a disgusto?.
Veamos, este mismo sábado se llegó, en Bruselas, a un acuerdo basado en una serie de concesiones a David Cameron para que hiciera campaña en su país a fin de evitar que salga el “sí” al “Brexit” en el referéndum que se celebrará allí a finales de junio.
¿Perdíamos mucho si Gran Bretaña se iba?. ¿Perdíamos económicamente, políticamente, simbólicamente, los restantes estados de la Unión, que pasaría a ser casi exclusivamente continental, sin el archipiélago británico, salvo el 90% de Irlanda?. O sería la isla británica -¿con Escocia o sin ella?- la que realmente perdería más en ese “Brexit”?. ¿Era, así pues, realmente necesario hacer esas concesiones?.
La respuesta a preguntas así podemos buscarla, por ejemplo, en una curiosa novela publicada, en español, hace diecisiete años. Se titula “Inglaterra, Inglaterra” y su autor es uno de los escritores británicos más respetados y consolidados: Julian Barnes.
En esa magnífica obra, Barnes se entrega a la sublime tradición satírica de la Literatura británica -la de Defoe, Swift…- para describir, llevándolo hasta la caricatura, lo que podría ocurrir si Gran Bretaña se separa de la Unión Europea. Así, Barnes se burla de su propio país y sus pretensiones sin piedad. A pesar de hacerlo con la elegancia que cabe esperar de un británico bien educado.
Y ahí es donde entra de lleno la cuestión histórica. En la Inglaterra de la novela de Barnes un ordinario -en todos los sentidos- empresario de altos vuelos, una especie de Donald Trump a la inglesa, se empeña en un futuro muy próximo -que podría ser hoy mismo- en tomar las riendas de un desorientado país -Inglaterra- y hacer de él un ente del que todos sus habitantes, y el común de los mortales que no tienen la dicha de ser nativos y ciudadanos del mismo, puedan sentirse tan orgullosos como admirados.
El resultado final de ese desaguisado megalomaníaco es que la idea original del avispado empresario acaba convirtiendo a Inglaterra en un parque temático que bien podría haberse llamado “Britanic Park”…
Así toda Inglaterra, de parte a parte, se convierte en un lugar muy parecido a la idea original de parque temático, limitada en principio a una isla del Canal, donde el visitante puede contemplar y fotografiar a placer una serie de escenas vivientes que, se supone (porque así lo ha decidido el equipo al servicio del avispado empresario, en el que se incluye la protagonista de la novela, que es historiadora) son la esencia de Inglaterra destilada a lo largo de los siglos.
Por ejemplo tenemos como principales atracciones del parque “Inglaterra, Inglaterra” a los petirrojos -por aquello de Robin Hood-, al propio Robin Hood y sus alegres hombres, a las cuadrillas de contrabandistas del siglo XVIII que desafían al bravío mar del Canal de la Mancha y, cómo no, entre otros muchos eventos, la Inglaterra de Dickens y la propiamente victoriana de finales del siglo XIX…
Al final, como suele ocurrir con estos proyectos megalomaníacos, las cosas se salen de madre y resulta que los que interpretan todas esas atracciones, todos esos cuadros vivientes de la Historia de Inglaterra para solaz de los numerosos turistas, acaban creyéndose su propio papel y consiguen que Inglaterra -Escocia y Gales salen de estampida del abolido Reino Unido- se convierta en una especie de gigantesco asilo de lunáticos -una suerte de Bedlam a escala nacional- que, finalmente, acaba aislado del resto del continente europeo y, por supuesto, de una avanzada y opulenta Unión Europea. Una a la que le ha faltado tiempo para establecer en el Canal de la Mancha un dispositivo para evitar que los ingleses que aún conservan algo de cordura puedan infiltrarse como emigrantes ilegales en ese superestado europeo que, naturalmente, no ve con buenos ojos ese pedazo de la isla británica llena de chiflados que, voluntariamente, han vuelto atrás en el tiempo, a la era de las máquinas de vapor y de la deferente sociedad victoriana de hacia 1850…
Como nota jocosa resulta que patrulleras de la Marina griega son las principales encargadas de velar porque el Canal de la Mancha no se convierta en un coladero de ingleses que huyen de esa asfixiante Inglaterra llena de magníficos chalados neovictorianos entusiasmados, de nuevo, con su magnífico aislamiento.
Barnes exagera, qué duda cabe. Aunque yo diría que no demasiado. La tradición histórica británica desde, por lo menos, principios del siglo XVIII, ha sido -aparte de sembrar la discordia entre las potencias continentales para evitar la creación de un superestado, como la Unión Europea, por ejemplo-, mantenerse en ese magnífico aislamiento del continente, en su cómodo bienestar burgués consolidado durante la segunda mitad del siglo XIX, en plena época victoriana, mirando por encima del hombro lo que hacen esos fastidiosos y pendencieros vecinos del otro lado del Canal que, de siglo en siglo, obligan a los acomodados británicos a, quieran que no, tomar parte en sus malditas guerras continentales. Siquiera sea para evitar el inconveniente de tener que afrontar una nueva invasión, en toda regla, del suelo británico que, teóricamente, no se produce desde el año 1066, con la llegada de Guillermo el Normando.
Se trata, a todas luces, de una simplificación histórica (Gran Bretaña fue invadida otra vez en 1688 por otro Guillermo, el de Orange, para establecer la monarquía británica parlamentaria más o menos como hoy la conocemos) pero que, como Barnes denunciaba en “Inglaterra, Inglaterra” y estamos viendo hoy día, funciona bastante bien con una gran mayoría de británicos que, por ejemplo, podrían decidir en un referéndum separarse de una Unión Europea de la que, hasta ahora, mal que bien, han formado parte.
Sería una pena que decidieran marcharse, alejarse del resto de sus primos europeos de esa manera. No tanto porque esa gran nación acabase convertida en esa insoportable jaula de chalados neovictorianos descrita en “Inglaterra, Inglaterra”, sino porque ellos, los británicos, son una parte esencial de la Historia de Europa. Durante siglos han sido, por ejemplo, adversarios de España, pero también, en otras ocasiones, sus fieles aliados, haciendo que compartamos con ellos una Historia común. La más común de todas, la que está teñida de sangre y nombres de batallas. Hablamos de la Guerra de los Ochenta Años en Flandes, de la Expedición del Darién en la que los ingleses dejaron abandonados a los escoceses frente al rey de España, de la Campaña de Irlanda en 1689, del fiasco británico ante las costas de Cartagena de Indias y ante los puertos vascos en 1743, cuando sus intentos de invasión del gran rival entonces -España y su imperio- fracasan estrepitosamente, de Los Arapiles en la Guerra de Independencia, del Somme en la Gran Guerra de hace cien años, de la tercera batalla de Narvik en la Segunda Guerra Mundial o del Día D de 1944, en el que soldados franceses, británicos y españoles compartieron un mismo destino común frente a los desvaríos de la Alemania nazi…
Comprendo que se quieran ir, que se quieran aislar. Está hoy tanto en sus intereses económicos como en eso que llaman “su ADN histórico”. Y, de hecho, parte del encanto de Gran Bretaña reside en esa extravagante reluctancia a implicarse, demasiado, en los proyectos comunes europeos. Pero, aún así, me resulta muy difícil concebir Europa -y seguro que no soy el único- sin esa parte fundamental de su pasado que se encarna en Gran Bretaña.
Yo, personalmente, estoy dispuesto a soportar que mantengan su maldita libra esterlina -una moneda que data de la Edad Media y que incluso tiene una calle en San Sebastián-, su también maldita manía de conducir por la izquierda y su aún más maldito sistema de pesas y medidas. Todo sea porque no se alejen más de nosotros, nos priven así de esa parte de nuestra Historia común y acaben, quién sabe, convertidos en el ridículo asilo para lunáticos que Julian Barnes caricaturizaba en la divertida, y cruel pero certera, “Inglaterra, Inglaterra”.
Así pues, estimada nación inglesa, si es posible, no os vayáis. En la Europa unida os necesitamos para poder decir que, al fin, nuestra Historia común está completa. Y lo que sería peor para Inglaterra: si os vais -o pedís más concesiones para no iros que no se os podrán conceder-, quizás quien más va a perder sea vuestra isla como os lo advirtió, hace ya años, la “Inglaterra, Inglaterra” de Julian Barnes, que, por cierto, y que se sepa, es un británico cien por cien.