Por Carlos Rilova Jericó
El segundo sábado de noviembre (es decir, hace poco más de una semana) me llegó una noticia que, sin exagerar, podría clasificar de estremecedora.
Vivimos en una sociedad donde el crimen nos rodea por todas partes. En las páginas de sucesos, en telediarios que, en realidad, han acabado convertidos en simples páginas de sucesos, en el Cine y a través, sobre todo, de esa exitosa manía editorial de la novela negra que ha llenado desde hace años las estanterías con nombres como Camilla Läckberg, Henning Mankell, Ben Pastor, Philip Kerr y otras firmas más próximas a nosotros que han seguido esa estela de la nueva novela negra escandinava y anglosajona que, desde Stieg Larsson, los editores han convertido en sabroso filón.
Sin embargo, pese a ese despliegue casi obsceno de psicópatas, asesinos, descuartizadores mediáticos o literarios… rara es la vez que, por fortuna, tenemos uno de esos casos cerca. Así ha sido para mí hasta ese segundo sábado de este sombrío y nivoso mes de noviembre de 2019.
Fue entonces cuando vi cómo desde el ámbito meramente doméstico -por ahí llegó la noticia- hasta la prensa amarilla internacional -caso del “Daily Mail”- saltaba a la palestra la noticia de que el historiador ruso Aleg Sokolov había matado a su joven amante, la también historiadora Anastasia Yeshenko…
Y eso ya no era ver una crónica de sucesos desde lejos o entretenerse con el enésimo asesino en serie de ficción embalado en Suecia o en Inglaterra y exportado y simplemente calcado (muchas veces) por estos lares.
Esto ya tocaba más de cerca, porque se trataba de un crimen protagonizado por historiadores y porque a ambos los había conocido y tenido tan cerca como puedo tener a alguien en la cola de un supermercado. Como les ocurrió, también, a muchos de los que han visitado, desde 2013 en adelante, campamentos de reconstrucción histórica en Zaragoza, en Vitoria…
Lo primero que me quedó claro de este hecho es que era un caso -otro más- de lo que se ha llamado violencia de genero. Me ha extrañado, eso sí, que pese a la repercusión en prensa escrita y digital española (artículos en “20 minutos” en el propio “El Diario Vasco”, etc…) no haya habido una reacción más visible por parte del Feminismo más militante que, en otras ocasiones, se ha manifestado de manera más contundente por casos muy similares. Al parecer el de Anastasia les queda lejos, pese a que paseó -con su futuro asesino- por lugares tan próximos como Zaragoza o Vitoria.
Sirva pues este artículo también para rendir homenaje a una historiadora, Anastasia Yeshenko, que pereció de forma atroz a manos de otro historiador y que participó, no hace tanto tiempo, en eventos de reconstrucción histórica muy cerca de quienes deberían haber dicho o hecho algo en memoria de la asesinada y en repulsa de su asesinato.
Pero dejando aparte esta cuestión tan gravosa, me han llamado la atención también, inevitablemente, otras consecuencias de ese hecho. La reconstrucción histórica, que, en España, apenas ha tocado la todavía demasiado espesa superficie intelectual que recubre a este país, es algo más que un campo de juegos para historiadores amateurs y de prácticas para los profesionales o los amantes del teatro en vivo y representado en la calle. Es un arma intelectual y cultural. O al menos eso es lo que parecen pensar, precisamente, en Rusia, donde hay una activa política de estado para recuperar su propia Historia y proyectarla sobre otros países.
Fundamentalmente en los de Occidente, a los que esas nuevas autoridades rusas postsoviéticas quieren enviar esa tarjeta de presentación con la que dan a entender, claramente, que Rusia ha sido un elemento fundamental en la Historia europea.
Hitos de esa política cultural cada vez mejor orquestada y más refinada, son películas históricas como “La espada del rey” (ambientada en las guerras entre suecos y rusos a comienzos del siglo XVIII), “Almirante”, dedicada a reconstruir la vida trágica del almirante Kolchak, que muere enfrentándose al gobierno bolchevique tras la revolución de 1917 o la muy afinada “El arca rusa”, que podemos considerar como un verdadero hito del cine de propaganda política pensado para vender en el exterior de Rusia una imagen positiva -aunque inteligentemente matizada- del papel capital jugado por ese país en la construcción de la Historia europea.
Otros hitos, como la labor profesional de Oleg Sokolov como profesor en la Universidad de San Petersburgo -compartida con su víctima, Anastasia Yeshenko-, como novelista histórico y como parte principal de la reconstrucción napoleónica europea, también deben considerarse parte de ese esfuerzo intelectual ruso para proyectarse de manera notoria en la divulgación cultural de Europa occidental, de la que las reconstrucciones históricas son una parte fundamental.
Hasta este segundo sábado de noviembre el profesor Sokolov había cumplido a la perfección con ese papel. Su influencia, de San Petersburgo a Zaragoza y Vitoria, era grande. Casi tanto como para ensombrecer incluso la de otros historiadores del período napoleónico, de reconocido prestigio mundial, y que también han participado, en mayor o menor medida, en reconstrucciones históricas de ese tenor. Caso del británico Charles Esdaile o del francés Jean Tulard.
Todo eso, naturalmente, ha cambiado a partir del descubrimiento, entre el segundo viernes y el segundo sábado de noviembre, de la muerte de Anastasia Yeshenko y el dramático -y sangriento- intento por parte del profesor Sokolov de hacer desaparecer la huella de ese crimen espantoso cometido, según parece, en un arrebato pasional.
En efecto, Oleg Sokolov ha arrojado así una sombra sobre su magnífico trabajo de investigación y difusión de esa investigación no solo en los libros para especialistas o en sus novelas históricas, sino en las calles de Vitoria y Zaragoza donde otros historiadores vimos fascinados como replicaba, hasta la exageración, la vida de un mariscal o un general napoleónico, comportándose -en todos sus detalles- como uno de ellos. Incluso en el de camuflar a su amante en el séquito del Ejército vestida de húsar. Tal y como solían hacer los verdaderos mariscales y generales napoleónicos. O, incluso, el propio emperador durante la campaña de Egipto.
Seguramente la Rusia renovada que tanto está invirtiendo en estas cuestiones -de las que se debería tomar muy buena nota en el Ministerio de Cultura español- sabrá soslayar y sobrevivir a esta negra historia protagonizada por el profesor Sokolov y su malograda ex-alumna, la también historiadora Anastasia Yesehnko. Así, el trabajo de otros reconstructores históricos rusos -por ejemplo el de la muy influyente Irina Mishanina- seguirá adelante demostrando que el “caso Sokolov” ha sido una excepción.
Desgraciada, lamentable, demoledora especialmente para la víctima y su familia, pero excepción al fin en un medio, el de la reconstrucción histórica, en el que la mayoría de aquellos que participan -hombres y mujeres- adquieren, desde un principio, un tremendo respeto por la vida ajena. Justo el que deviene de ver un combate real reconstruido y participar en un acontecimiento que lleva al 99% de dichos reconstructores a concluir que una guerra -o cualquier episodio violento- no son precisamente algo para tomárselo a la ligera una vez que se ha visto de cerca, aunque sea por medio de una teatralización. Una que, en cierto modo, vacuna -o debería vacunar- contra toda idea de levantar la mano -o incluso la voz- a ninguna persona fuera de ese escenario artificial y público que son las reconstrucciones históricas donde se recuerda, en definitiva, lo mucho que valía, o que vale, toda vida humana…