Por Carlos Rilova Jericó
Llevo ya unos meses viendo una serie de Televisión, “Los Tudor”, a la que no hice mucho caso hasta ahora, temiendo que los ditirambos que se le dedicaban fueran sólo un disfraz más del marketing corporativo para vender el producto.
La verdad es que la serie me ha sorprendido gratamente. Pese a que, como ya me temía, iba a estar lejos de las producciones británicas de los años setenta del siglo pasado. Mucho más historicistas y en las que Enrique VIII aparecía retratado tal cual era, tal cual lo vio el maestro Holbein (que, por cierto, aparece en la serie con un curioso guiño histórico a ¡Velázquez!). Es decir: un hombre obeso, pelirrojo como una zanahoria y no tal y como lo interpreta Jonathan Rhys-Meyers, como un joven maduro de porte atlético todavía en 1536, cuando, en realidad, ya la bulimia había hecho presa del antaño apolíneo Enrique VIII.
Pero dejando aparte las necesidades de los productores de “Los Tudor” de recurrir a excesos estéticos para vender el producto, la serie reconstruye la corte de Enrique con verdadera precisión. Manejando especialmente bien las cuestiones de Alta Política. La temporada que estoy viendo ahora mismo, la tercera, muestra, por ejemplo, en toda su complejidad el llamado “Peregrinaje de Gracia”. Una rebelión que arde en el Norte de Inglaterra entre octubre de 1536 y febrero de 1537. Especialmente en los condados de Lincolnshire (donde empieza) y Yorkshire (donde se le da ese nombre).
Los hechos históricos, si los tomamos de estudios sobre el tema, como el de R. W. Hoyle, publicado por la Oxford University Press en 2001 -“The Pilgrimage of Grace and the Politics of the 1530s”- fueron, más o menos, los mismos que narra la serie de “Los Tudor”.
Es decir, que la gentry del Norte de Inglaterra se ve arrastrada a una rebelión que acaba liderando para detener la desaparición de los monasterios menores, supervivientes a la ruptura de Enrique VIII con el Papado. Cuando culmina su separación de Catalina de Aragón, su matrimonio oficial con Ana Bolena y la ejecución de ésta a los mil días, más o menos, de su boda y reinado oficial. Hechos que ocurren -la muerte de Catalina y Ana- justo en ese año 1536.
Para esa fecha el cisma anglicano está ya casi completado, habiéndose llevado por delante no sólo el matrimonio del rey, sino a mucha otra gente. Como el Lord Canciller del Reino, sir Tomás Moro, que, por esa misma razón, será canonizado por la Iglesia católica.
Es en ese ambiente, en el que Enrique VIII se convierte en un avezado príncipe renacentista (pérfido y maquiavélico, casi un tirano), donde surge el Peregrinaje de Gracia que vemos bastante bien reflejado en “Los Tudor”.
Así la serie recrea a personajes tan históricos como el anciano Lord Darcy, alcaide del castillo de Pontefract -fundamental para evitar que la rebelión llegase a las puertas de Londres- que, pese a haber avisado al rey del peligro de rebelión y la incapacidad de resistir un asedio, acaba por entregar la fortaleza a los rebeldes y se unirá a ellos. También aparece ahí sir Robert Aske. Otro noble local del Norte inglés que lidera la revuelta, como nos dice el libro de Hoyle, hasta que debe enfrentarse a ella dando por buenas las fantasmáticas promesas del duque de Suffolk -otro personaje clave en la serie y en esos hechos- que pasaban por reunir en York un Parlamento especial para debatir a gusto de los peregrinos de Gracia -liderados por nobles locales como el abogado Aske- la cuestión de la Reforma y la Herejía. La que no aceptaban dichos peregrinos ni sus más o menos renuentes líderes, considerando que el rey les privaba tiránicamente de sus derechos al enajenar las tierras y bienes abaciales de la Iglesia.
Algo que ellos veían no como una lacra -como ocurría en la corte de Londres- sino como preciosas entidades asistenciales. Tanto en lo material como en lo espiritual.
Un drama realmente histórico, tal y como certifican libros sobre los hechos como el de Hoyle, y bien dramatizado en la serie, que sólo se toma algunas libertades como la de cargar a sir Robert Aske con 20 años más -en ese de 1536, Aske apenas pasaba de los 36 y en la serie es un hombre de casi sesenta- y de una familia (mujer, hijo e hijas) que, al parecer, nunca llegó a tener.
La serie también es exacta con el fin que el rey Enrique VIII da a esos rebeldes. Uno nada amable y que pasa por una justicia ejemplar y sanguinaria para que su autoridad no se discuta…
En los libros de Historia, como el de R. W. Hoyle, esas cuestiones morales son siempre presentadas restándoles su carga emocional. Lo cual no quiere decir que ésta no exista -siempre existe para los que fueron, o somos, protagonistas de un hecho histórico- y, por tanto, suele acabar siendo reflejada en aparatos artísticos. Como lo puede ser una serie de Televisión.
Algo, esa carga emocional (en este caso del Peregrinaje de Gracia), que en “Los Tudor”, todo hay que decirlo, es reconstruida sin embargo de un modo verdaderamente ponderado. Digno casi de un libro de Historia como el de R. W. Hoyle.
Así es, en la serie vemos motivaciones personales con un fondo moral aceptable incluso hoy día -como las que mueven a Aske- o retorcidas y alambicadas como las que mueven a Enrique VIII que, en realidad, tal y como se refleja también en la serie, lo único que hace es aquello para lo que ha sido educado. Es decir: reinar sobre un reino que hasta el tiempo de su padre estaba dividido y desangrado por luchas internas que lo debilitaban frente a vecinos ya mejor organizados. Como España -de ahí el matrimonio con Catalina de Aragón, hija de Fernando el católico- o Francia.
Otra cosa, naturalmente, es la sed de sangre que ese propósito -en principio conveniente para un presunto mayor bien común- acaba desatando en Enrique, que fue particularmente sanguinario y bien habría merecido ese sobrenombre que acabó por aplicarse a su hija María Tudor, fruto del matrimonio con Catalina de Aragón y, por supuesto, también protagonista de “Los Tudor”.
Tanto padre como hija ejercerán dicha crueldad por la misma razón que la ejercen otros príncipes renacentistas como los españoles o los franceses: para evitar que el cisma religioso o la falta de autoridad en ese campo esencial, minase su poder político y con él el de la propia nación que dirigían. No se podía permitir (bien se sabia en España y Francia) la falta de uniformidad religiosa en el reino (ya fuera la católica o la protestante) so pena de vivir una nueva guerra civil… como las de la Baja Edad Media o la que casi devora a Francia hasta comienzos del siglo XVII. De ahí proviene esa crueldad refinada que tan bien reflejan series históricas como “Los Tudor”.
Una que podría pasar por inútil dependiendo desde qué ángulo la miremos, pues ciertamente esos hechos no acabarán ahí, en 1536. Poco podría haber imaginado Enrique VIII que en 1553, es decir, apenas veinte años después del Peregrinaje de Gracia, su hijo Eduardo VI moriría dejando el reino en manos de su sobrina -Jane Grey- para evitar que recayera en manos de su hermanastra María Tudor, ferviente católica. Algo que llevó a un golpe palaciego en el que se privó a Jane Grey de su legítimo derecho al trono -sólo reinó nueve días- para cedérselo a María, que devolvería a Inglaterra al Catolicismo hasta 1558. Algo que causó pavor a la nobleza y gentry ya anglicana, beneficiada por la supresión de los monasterios y que entonces tuvo que perpetrar su propio Peregrinaje de Gracia -esta vez protestante- que acabó en derrota para ellos. Al menos hasta 1558, cuando María muere y sube al trono su hermanastra Isabel I…
Un proceso histórico verdaderamente complejo, como vemos, y que en los cien años siguientes desembocaría en más guerras y enfrentamientos, hasta dejar aparcada, -ya como casi irrelevante- la cuestión religiosa que en 1536, en 1553… tanta ira despertó y tanta sangre vertió en los campos de Inglaterra y en 1670 (por poner una fecha) será un asunto privado (otra cosa sería la influencia pública de esas creencias) y dejado al libre arbitrio de cada cual según la sensata fórmula del “vive y deja vivir”.
Esa que Enrique VIII fue incapaz de asumir. Acaso por un carácter demasiado tendente a lo tiránico, acaso porque las circunstancias no le permitieron ser de otro modo. Seguramente, desde el punto de vista del historiador, por ambas razones. Lo cual no lo hace menos víctima de esos hechos, ni mejora su retrato histórico en nada…