Por Carlos Rilova Jericó
Para empezar este año 2022 he escogido una de esas que Carlos Fisas llamaba “Historias de la Historia” -que tanto éxito le depararon como divulgador- o, vale también decir, una “Historia extravagante”. Como gustaba de llamarlas un sesudo -pero algo bromista- profesor de Historia de prestigiosa carrera: Carlo Maria Cipolla.
La Historia que brevemente voy a relatar aquí ya la expuse con más extensión de páginas en el año 2019, en el número 52 del Boletín de Estudios Históricos sobre San Sebastián, en un largo artículo en el que contaba muchas más cosas sobre ese curioso asunto que parece una simple anécdota pero que, como vamos a ver, era algo más que una pequeña historia de la Historia de aspecto externo extravagante, jocoso…
Y es que cuando abrí ese expediente del Archivo General guipuzcoano en el que se basó ese artículo, todo podía haberse quedado ahí. En lo anecdótico.
Tomemos la medida al asunto: para empezar se trata de una cuestión que se desarrolla en unas cuantas noches del mes de enero de 1722 en el traspaís guipuzcoano, en una ruta secundaria a la principal que atraviesa la provincia para comunicar la Península con el resto de Europa a través del Paso de Behobia. El protagonista es un personaje que parece escapado de una ópera de Mozart del estilo de “Las bodas de Fígaro”. En concreto se llamaba Juan del Munt (o al menos así transcriben su apellido las autoridades guipuzcoanas que levantan acta del evento).
El mismo documento decía que era un criado del duque de Saint-Simon, pero no debería desviar nuestra atención tan flamante entrada en escena de Louis de Rouvroy, autor de unas famosas “Memorias”, que son hoy piedra de toque para todo lo que tenga que ver con el reinado de Luis XIV y con la Regencia del duque de Orleans. Esa que dio paso al también flamante reinado, cumbre del Rococó, de Luis XV.
Juan del Munt era, en efecto, criado personal del autor de esas “Memorias”, de ese famoso duque que, en buena medida, representa a esos reinados capitales para entender la Historia de Europa y de ahí, por extensión, la de buena parte del Mundo.
De hecho Juan del Munt dice ser cocinero del duque. Sin embargo a partir de ese punto se viene abajo el decorado versallesco y empiezan a aparece en esta pequeña historia de la Historia, en esta historia extravagante, notas que, en efecto, parecen hechas para ser cantadas en una ópera como “Las bodas de Fígaro” de Mozart.
Juan del Munt dice ser, en efecto, cocinero del duque, sin embargo cuando se inicia el proceso informativo sobre lo que le había ocurrido en los bosques guipuzcoanos entre Irún, Astigarraga, Hernani… ejercía como correo de la noble casa de Saint-Simon y, de hecho, portaba la insignia que le otorgaba cierta inmunidad. Al menos ante las autoridades de los lugares por los que debía pasar, aunque no ante los salteadores de caminos, tan abundantes en aquella Europa dieciochesca.
Sin embargo las razones por las que el cocinero del duque ejercía en esos momentos de correo y llevaba consigo una valija con papeles -al parecer de gran importancia para el duque- no quedan claras en el documento.
Menos todavía cuando con verdadera escrupulosidad aquellos magistrados guipuzcoanos de comienzos del Siglo de las Luces, van averiguando que el improvisado correo revela ser un criado de escasa confianza, pues el percance que le había llevado ante esa magistratura había ocurrido -según corroboran todos los testigos- en estado de embriaguez bastante avanzada. Una que había dado con él en tierra y, en el interin, provocado la desaparición de esos papeles que, por alguna razón -que aún hoy, 300 años después, se nos escapa en ese documento- el duque o sus hombres de confianza habían puesto en sus manos. Probablemente para que los llevase a la provincia de Burgos, donde en esos momentos recalaba el duque en el marco de un encuentro diplomático de altos vuelos ente las dos coronas borbónicas: la de España y la de Francia.
Hasta ahí lo jocoso y bufo del asunto. Muy divertido todo para quienes se conforman con anécdotas superficiales o se ríen con “gags” de humor simple como los del borrachín contumaz o el alcoholizado ocasional que sufre algún accidente “gracioso”…
Pero detrás de todo esto hay más, mucho más, para las mentes curiosas y despiertas que buscan en la Historia algo más que ese entretenimiento tirando a vulgar.
En efecto, en aquel artículo titulado “El correo del duque de Saint-Simon” ya expuse que había cosas de mucho mayor calado que este semicómico incidente de un cocinero convertido en correo de fortuna de una gran casa noble de la Corte de Francia.
El contexto lo es todo en este asunto, en esta historia que los historiadores franceses de los 60 y 70 del siglo pasado habrían llamado “migaja de Historia”.
Así es, Juan del Munt, más o menos ebrio o sobrio, debía de haber perdido algo importante. Los magistrados vascos no se movían en este asunto a su libre albedrio, porque las altas esferas de la Corte española fueron movilizadas en aquel enero del año 1722 para no dejar piedra sin remover y averiguar quién, cuándo, dónde, de qué manera… se había apropiado de esos papeles que se habían confiado al, en apariencia, poco confiable Juan del Munt…
El documento del que parte todo este asunto contiene así correspondencia nada menos que con el marqués de Grimaldo. Otro vasco que, como muchos otros, había ascendido en la escala burocrática del Madrid de aquellos años, llegando a secretario del Despacho de Guerra y, para ese año 1722, del de Estado.
Este alto funcionario al servicio de Felipe V, no permitió que se cejase en la búsqueda de los papeles y de los culpables, o el culpable, de la sustracción de la valija… De hecho los agentes de la Justicia implicada seguirán sus indagaciones y pesquisas nada menos que hasta la ciudad de Vitoria, muy lejos de la frontera guipuzcoana ya.
Evidentemente se trataba de algo importante. Mucho más que del descuido casi anecdótico de un sirviente algo dado a la dispersión en las órdenes que recibía.
El documento que recoge todas estas aventuras y desventuras no lo dice, pero si conocemos, en efecto, el contexto de ese enero de 1722, podemos adivinarlo fácilmente. En la provincia de Burgos donde se encontraba el duque de Saint-Simon se estaba procediendo a restañar las heridas diplomáticas y políticas producidas dos años antes durante la Guerra de la Cuádruple Alianza, que terminaría en el año 1719 con la rendición de la España borbónica ante una coalición orquestada por la Francia -también borbónica- para que se respetase el equilibrio político y militar en el continente sellado por la Paz de Utrecht desde 1714… Así fue como el territorio guipuzcoano, en el que había ocurrido ese incidente, fue tomado, en su totalidad, al asalto militar -tras épicas batallas y asedios contras sus principales plazas fuertes- y convertido en botín de guerra y territorio francés entre 1719 y 1721…
En enero de 1722 ambas cortes buscaban arreglar todo eso y planear un futuro en el que, hasta 1793, tras la revolución francesa, marcharían mano a mano. Convertidas en una superpotencia que en sucesivas guerras -de Sucesión austriaca, de los Siete Años, de Independencia norteamericana…- iba a dictar la Ley en muchas ocasiones a sus oponentes generalmente arracimados en torno a Austria y Gran Bretaña…
De tal importancia era, pues, encontrar en aquel enero de 1722 unos papeles de un importante duque francés perdidos por un criado que no había demostrado estar a la altura de las circunstancias que la Historia -la que se escribe con “H” mayúscula- había exigido de él… Pérdida que, evidentemente, no debía convertirse en motivo de desconfianza y sospecha entre aquellas dos potencias que estaban perfilando ya tan prometedor futuro para sus intereses comunes. Hace ahora 300 años…