Por Carlos Rilova Jercó
La semana pasada recordábamos el aniversario de la batalla de Waterloo. No ha pasado mucho tiempo y hoy, tan sólo una semana después, podríamos dedicarnos a recordar otra batalla que es celebrada, por todo lo alto, en Irun. Y no sería para menos, teniendo en cuenta lo que ocurrió en aquellos días finales del mes de junio de 1522 que los irundarras recuerdan ahora desfilando por sus calles y plazas.
Esa primera batalla de San Marcial se dio en el marco de las guerras entre Francia y España por la hegemonía sobre Europa que se desarrollaron entre finales del siglo XV y comienzos del XVIII. El choque que se conmemora en Irun estos días fue tan formidable como sólo se podía esperar del enfrentamiento de una potencia media -Francia en este caso- y la superpotencia del momento, una España respaldada por su inmenso imperio americano.
Las crónicas de la época, o sobre la época, están llenas de sucesos así. Los documentos de archivo, por su parte, las corroboran ampliamente. Por esas páginas desfilan escenas y personajes que hoy sólo concebimos en las páginas de esas llamadas “novelas históricas” y en las pantallas de cine. Caballeros acorazados de pies a cabeza cruzan el Bidasoa y presentan batalla, asaltan caminos y casas fuertes, ponen cerco a las fortalezas de la zona, dan cargas que son resistidas por escuadrones de piqueros y saludadas con cerradas descargas de arcabuceros, en Hondarribia o San Sebastián se entablan duelos artilleros moviendo piezas de un calibre más que considerable y que causan daños también más que considerables y un largo etcétera guerrero que sería imposible detallar en pocas líneas, pero que es el único escenario posible en una frontera como la guipuzcoana a lo largo de los siglos XVI, XVII, XVIII…
De semejantes despliegues bélicos se podría deducir que en esta franja de terreno fronterizo que se extiende entre las estribaciones de los Pirineos y eso que se ha dado en llamar “País del Bidasoa“, sus habitantes, durante siglos, no tuvieron mejor cosa que hacer que guerrear, implicándose en batallas tan impresionantes como, por ejemplo, la de Waterloo.
No sería una deducción equivocada. Pero eso tampoco significa que fuera totalmente cierta. Si echamos un vistazo a la “Historia de Hondarribia”, por ejemplo, dirigida por el profesor José Luis Orella, uno de los fundadores de la Asociación Miguel de Aranburu, y en la que colaboraron también otros miembros de ella como nuestro presidente, el profesor Álvaro Aragón, descubriremos entre los distintos apartados que esa comarca tan atravesada por guerras e incursiones bélicas tan graves también hay sitio para otras actividades que no tienen necesariamente que ver con guerra y batallas y asuntos de alta estrategia internacional.
Además de una gran plaza fuerte en disputa entre las distintas coronas que combaten en torno a la frontera del Bidasoa (Inglaterra, Navarra, Francia, Castilla…), hay por allí comercio, hay manufactura, hay vida cotidiana ligada a actividades productivas como la Silvicultura, la Ganadería o la Agricultura… como no podía ser de otro modo, pues todo eso es necesario para sostener las vidas de los que algún día, alguna vez -quizás demasiado a menudo- son llamados al ban del rey, reunidos por los tambores y los pífanos bajo las banderas de combate en torno a las que se forman escuadrones, tercios, regimientos… dispuestos -al menos en teoría- a todo.
Es más, además de esas actividades productivas, más bien prosaicas pero imprescindibles, también podemos descubrir -si buscamos con atención- indicios acerca de que la vida que existe en una frontera de guerra como lo es la guipuzcoana hasta entrado el siglo XIX daba, aparte de para memorables choques bélicos, para entretenimientos verdaderamente curiosos que, en principio, no asociaríamos con la imagen que tenemos de una época que, acertadamente, vemos como una sucesión de guerras, batallas y escaramuzas como para hacer feliz a cualquier guionista de cine de acción.
Así es, entre los cientos de documentos sobre guerra, fortificaciones, suministros militares y esa contabilidad de la Muerte con la que pasamos tantas horas los historiadores y que ha quedado conservada en ricos archivos municipales como el de Hondarribia o el de Irun -poblaciones muy afectadas por esa clase de vaivenes fronterizos- descubrimos, no sin cierta sorpresa, que se han conservado en alguno de ellos ejemplares de lo que hoy llamaríamos “prensa del corazón” de esa época de guerra continua. Un indicio -como poco- de a qué dedicaba el tiempo libre una sociedad en armas, preparada para la guerra en cuestión de minutos, entre batalla y batalla en torno a sus murallas, bastiones, atrincheramientos…
En este caso es el Archivo Municipal de Hondarribia el que conserva una decena larga de ejemplares encuadernados de la revista francesa “La Clef du cabinet des princes de l´ Europe” y su continuación a lo largo de todo el siglo XVIII. Es decir, la “Suite de la Clef” pertenecientes a los fondos históricos de la Biblioteca Municipal de esa misma localidad .
Como se puede apreciar por las ilustraciones que acompañan a este nuevo “post” sus características distan bastante de lo que hoy día se asocia a esa “prensa del corazón”. Las imágenes, el plato fuerte de ese tipo de publicaciones, son inexistentes en “La Clef” y la “Suite de la Clef” salvo por la que ilustra la portada general. El resto es sólo letra que los lectores, o los oyentes -que es la única manera en la que una gran mayoría de hombres y mujeres de la Europa de los siglos XVI, XVII, XVIII… puede acceder a esos textos-, deben ilustrar recurriendo únicamente a su imaginación.
Los contenidos de “La Clef” o de la “Suite de la Clef” también varían bastante con respecto a los que se pueden encontrar hoy día en esa “prensa del corazón”. En principio no faltan en ellas toda clase de noticias sobre lo que hacen las distintas cortes europeas. Sobre las bodas, bautizos, funerales y otros eventos similares de las principales casas reinantes de Europa. No podía ser menos en una publicación que se vendía como la dueña de la llave del gabinete de todos los príncipes de Europa y, por tanto, del camino abierto a todos sus secretos…
Sin embargo “La Clef” y su continuación abarcan un espectro mucho más amplio y mucho más variado, en cantidad y calidad, del que cubren sus herederas actuales.
Así, en sus páginas se recogen poemas -algunos de gran calidad-, reseñas literarias, comentarios sobre lo que hoy llamaríamos “descubrimientos científicos” y una miscelánea de curiosidades entre las que entran, por ejemplo, la recopilación de datos sobre personas que, a lo largo y ancho de Europa, han pasado de los cien años. Toda una hazaña hoy día y más aún, lógicamente, en una época en la que pasar de los cuarenta era casi imposible para la mayoría.
En las páginas de “La Clef” y la “Suite de la Clef” -para decirlo todo sobre ellas- tampoco son raras las alusiones, muy detalladas, a operaciones de guerra dentro y fuera de Europa, demostrando así que una sociedad como aquella, como la europea, como la guipuzcoana de esos siglos, que vive prácticamente en pie de guerra, no es capaz de olvidarse de esa actividad por demasiado tiempo. Ni siquiera en momentos en los que se dedica a un ocio intranscendente como el que, según todos los indicios, siempre han procurado vender esas revistas llamadas “del corazón”.
Sin duda una curiosa paradoja pero que, como todas ellas, nos ayuda a comprender mejor ese pasado del que procede nuestro presente, que, al fin y al cabo, es lo que, se supone, deben hacer la Historia y los historiadores que sirven a esa rama del, a veces, controvertido, árbol de la Ciencia.