Por Carlos Rilova Jericó
Quienes leen habitualmente el correo de la Historia, ya saben, desde hace unos dos años, que estoy leyendo, con toda parsimonia, la que será -seguramente- una de las mejores novelas históricas sobre la época napoleónica.
Es decir, el “Diario de Mister Pyle”, firmado por todo un especialista en la época como el profesor Alessandro Barbero. Ya citado en otras ocasiones en estas mismas páginas cuando se ha tenido que hablar de la Batalla de Waterloo.
Bien, el caso es que pese a que veo -con dolor de alma- que el “Diario de Mister Pyle” va llegando a su fin (como toda novela por buena que sea), su argumento me sigue proporcionando cosas interesantes que contar en sucesivos correos de la Historia.
Hoy, por ejemplo, entre el verano de San Miguel y el de San Martín, parece una buena ocasión para glosar aquí otra de las numerosas “boutades” históricas con las que el profesor Barbero va jalonando las atrabiliarias -y muchas veces muy divertidas- aventuras del incorregible Robert Pyle. Ese apócrifo, pero, aun así, verídico, enviado diplomático de los Estados Unidos a esa Prusia a punto de sucumbir, en octubre de 1806, en la Batalla de Jena ante el poder imparable de un Napoleón que sobrevuela, como una sombra siniestra, toda esa novela.
La “boutade” en concreto hace referencia al origen histórico de un refresco hoy conocido en todo el Mundo. No otro que la famosa tónica Schweppes.
No había reparado yo, como muchos otros millones de consumidores de esa marca de refrescos (que tan convenientes son en estas oleadas de calor otoñal) que, en realidad, no bebíamos una tónica o un refresco de naranja “Schweppes”, sino “de Schweppe”. Y para precisar más, si se quiere, del “doctor Schweppe”.
Efectivamente, por boca, una vez más, del inefable Robert Pyle, el profesor Barbero nos descubre que ya en 1806 las bebidas de esa denominación eran famosas y conocidas. Al menos en los Estados Unidos recién independizados.
La ocasión de hablar del asunto se presenta, precisamente, entre el final del verano y el comienzo del otoño de 1806, una mañana de las muchas en las que Robert Pyle se despierta algo perjudicado a causa de esa dispersa vida que, como leemos a lo largo del “Diario de Mister Pyle”, él sobrelleva con verdadera alegría y contumacia.
El embajador Pyle se levanta con esa horrible sensación un 28 de septiembre de 1806, tras haber gastado otra noche de francachela con el capitán Bose, de la Guardia de Corps del entonces soberano estado de Dresde. Uno de los muchos militares germanos con los que se cruza en su misión diplomática de observador de esa Europa napoleónica a punto de sucumbir bajo la estrella ascendente de Napoleón.
La agenda de esa noche de fiesta ha sido la habitual en personajes de la época, el rango social y el lugar que, una vez más, Alessandro Barbero describe con mano maestra.
Es decir: el embajador Pyle no ha tardado mucho en dejarse convencer por el capitán Bose para visitar a una afamada meretriz y probar sus encantos con un discreto pago que parece más bien un regalo, pues la dama en cuestión ejerce de manera también discreta. Este primer desenfreno será rematado con una visita a una antigua criada de la “madame”, menos conocida que su patrona, pero igualmente recomendada por el compañero de juerga de Robert Pyle.
Esa maratón de disipación culmina con una cata de alcohol por parte del embajador Pyle que, como él mismo comprueba en la mañana del 28 de septiembre de 1806, le ha dejado con una desagradable resaca.
Para paliarla piensa en pedir, efectivamente, el tónico del “doctor Schweppe” (en sus propias palabras), comprobando, desolado, que, de esa casi milagrosa bebida, nada se sabe, todavía, en la Alemania de la época napoleónica y debiendo recurrir, por tanto, a remedios locales mucho más desagradables. Unos que, sin embargo, ponen en forma a Robert Pyle para -para variar- centrarlo en su misión de observador diplomático de esa Alemania a punto de ser arrollada, otra vez, por Napoleón Bonaparte.
Y aquí, claro, surge la cuestión de quién era ese “doctor Schweppe” utilizado para curar resacas de caballeros disipados, como Mister Pyle, cuando la estrella política y militar de Bonaparte ascendía como un cometa asesino.
La respuesta más completa parece estar, cómo no, en una Enciclopedia, aunque una bastante más heterodoxa y menos formalista que la original de Diderot y D´Alembert. Se trata de “Fast Food and Junk Food. An Encyclopedia of what we love to eat”, dos volúmenes firmados por Andrew F. Smith que nos ilustran sobre lo que, como su propio título indica, nos gusta comer. Aunque, como también dice ese título, lo calificamos de “comida rápida” o, incluso, de “comida-basura”.
En la página 621 del volumen II de esa monumental recopilación, publicada en 2012 por la casa Greenwood -con sede en Santa Barbara, Denver y Oxford- Smith nos dice que Johann Jacob Schweppe consigue en 1783 mejorar el sistema para producir agua carbonatada -es decir: con gas- y formará en la ciudad suiza de Ginebra la Compañía Schweppes. Poco después hará otro tanto en Inglaterra para producir soda y seltz. Productos que, evidentemente, son los que conocía el atribulado y resacoso embajador Pyle, que clama en su entretenido “Diario” por ese elixir para aliviar su consabida mañana triste tras una más de sus numerosas noches alegres.
Así pues, cada vez que apriete el calor en verano, o en los intervalos del veranillo de San Miguel, el de San Martín o el “verano indio” -en los que todavía nos encontramos- y pidamos “una tónica sueps” para refrescarnos, ya sabemos cuál es la venerable Historia que hay detrás de esto. Gracias, una vez más, a una buena novela histórica (que también las hay) como el “Diario de Mister Pyle”, y al hábil historiador que tuvo la excelente idea de escribirla.