Por Carlos Rilova Jericó
Seguramente el almirante Nelson es conocido hasta por quienes tienen alergia a los libros de Historia e incluso a las novelas históricas.
Y es que, sin duda, la eficaz industria audiovisual anglosajona ha hecho muy bien su trabajo. Así el almirante Nelson, ya convertido en una especie de santo laico -al estilo de lo que los franceses han hecho con Napoleón- ha quedado fijado como tal en grandes producciones para el Cine. Como la adaptación de las novelas marítimas de C. S. Forester con pesos pesados del Hollywood mítico -como Gregory Peck y la bella Virginia Mayo- y más aún recientemente, con otra adaptación de la siguiente hornada de novelas marítimas tras las de Forester: las de Patrick O´Brian…
En esas dos películas, “El hidalgo de los mares” y “Master and commander”, Nelson es ampliamente glorificado y mitificado una vez más. De manera tanto evidente como subliminal. Para edificación, como decía, hasta de no anglosajones y no-lectores ni siquiera de novela histórica. Todo un síntoma de a qué curiosas avenidas puede acabar siendo conducida esa sufrida ciencia (social) que es la Historia.
De eso mismo -reviviendo una vez más al conspicuo almirante Horatio Nelson- quería hablar hoy, antes de que acabase este mes de febrero. Porque, aunque a primera vista no lo parezca, ese asunto es un fascinante tema histórico, muy tentador para un historiador, desde luego.
Todo empieza con, cómo no, las efemérides históricas. Así, en este mismo mes de febrero, en efecto, el día 14 fue no sólo el de los Enamorados, sino la fecha para que, desde el mundo anglosajón, quienes orbitan en torno a la cuestión de la Historia, recordasen que ese mismo 14 de febrero, pero del año 1797, Nelson forjaba uno de los episodios más notables de su carrera. En la Batalla (naval) del Cabo San Vicente.
Las redes sociales, cómo no, una vez más, han servido de caja de resonancia a ese hecho, que, por cierto, no me consta haya sido respondido con desmesuradas reacciones hispanófilas, sacando a pasear, otra vez, al muy maltratado almirante Blas de Lezo.
Así las cosas, este 14 de febrero ha dado ocasión para pensar un poco sobre cómo se narra, a veces -demasiadas- la Historia. Tanto en España como en Gran Bretaña.
Empecemos por constatar que a menudo, sin darnos cuenta siquiera, nos deslizamos desde una Historia objetiva, científica, a auténticos panfletos vendidos como Historia, donde la admiración -bien ganada sin duda- hacia ciertos personajes, los convierte, sin embargo, en una especie de fetiches, de amuletos para que nuestro orgullo nacional -esa cosa inventada por los revolucionarios franceses, a los que tanto combatió Nelson- se sienta cálidamente halagado. Al coste, sin embargo, de destruir la Historia como tal.
En el caso de Nelson esto es fascinantemente claro. Si leemos magníficas ediciones de documentos sobre su tan admirada vida, descubrimos cosas muy interesantes acerca de la forja de su Historia. Es el caso, por ejemplo, de “Nelson and Emma”, una edición de correspondencia -y otros documentos- realizada por Roger Hudson en 1994, que pone el acento en la relación amorosa (y adúltera) del almirante con Emma Hamilton, de la que ya hablé, hace años, en otro correo de la Historia.
En ella aparece, claro está, descrita la hazaña de la Batalla del Cabo San Vicente de 14 de febrero de 1797. Lo hacen oficiales británicos del Ejército de Tierra (pero a bordo del barco de Nelson ese día) como un coronel de apellido tan curioso como Drinkwater, el capitán (naval) Cuthbert Collingwood y el propio Nelson. Así se nos cuenta cómo, sólo para empezar, se tomó al abordaje un navío español, el San Nicolás, desde otro -el Captain– que, tal y como cuenta Nelson, había quedado inutilizado por el fuego artillero español.
No faltan detalles flamantes en esos relatos. Como la rendición de la oficialidad española (incomprensiblemente arrodillada según cuenta el propio Nelson), o la entrega de sus espadas al vencedor que Nelson (una vez más según lo recopilado por Roger Hudson) dice haber entregado nada menos que a William Fearney. Uno de los marineros que servía en su bote personal, quien con la mayor sangre fría -“sang-froid” dicho así, por el propio almirante Nelson- se las puso bajo el brazo.
Una bonita manera de contar las cosas sin duda que, también sin duda, debió contribuir mucho al posterior relato armado en torno a Nelson y que pasa hoy por Historia objetiva, exhaustiva. Tal y como, hace ya casi cien años, la proponían maestros como Lucien Febvre y Marc Bloch.
A ese respecto es ejemplar el relato que el ya aludido capitán Collingwood envía a su mujer sobre los hechos de 14 de febrero de 1797. Tras ponderar la hazaña de Nelson señalará a su lejana esposa que estuvieron a punto de rendir al Santísima Trinidad… La nave insignia española -navío de cuatro puentes y 132 cañones que deja admirado a Collingwood- pero que desistieron de tal nueva hazaña porque el almirante británico, viendo la llegada de refuerzos españoles y la caída de la tarde, dio orden de retirarse… Alguien diría que eso quitaba bastante brillo a lo hecho por Nelson y a la victoria británica que ganó a Jervis su título de Lord Saint Vincent, pero, justo es reconocerlo, los británicos saben bien cómo contar las cosas.
En esto Collingwood se nos revela, sí, como un verdadero maestro. Así (tras reconocer -con la boca pequeña- que el Santísima Trinidad era una presa inalcanzable), acaba diciendo a su mujer que lleva como regalo para el padre de ella una bala doble de 50 libras (“a Spanish double-headed shot”) que les había disparado, entre otras, el Santísima Trinidad. Un artefacto bélico ese con el que -como decía Collingwood- no se podía bromear cuando volaba sobre la cabeza de uno, pero que él, finalmente, quería que acabase en la colección de curiosidades que atesoraba su suegro…
Así quedó la cosa respecto a esta gran (aunque, como vemos, mitigada) victoria naval nelsoniana, pero el Tiempo no se detuvo, la Historia continuó su curso, y, en el mes de julio de 1797, Nelson sufrió una grave derrota a manos españolas -canarias para más señas- que, sin embargo, apenas aparece reseñada en libros como el que voy citando y muchos otros dedicados a la vida de Nelson.
Así, a medida que nos vamos alejando en el tiempo de los hechos, lo ocurrido a Nelson en julio de 1797 en Santa Cruz de Tenerife, se desdibuja, se oculta… Algo que en su día ya hizo notar en un vitriólico artículo el académico Arturo Pérez-Reverte.
Es lo que vemos por ejemplo en “The life of admiral Lord Nelson” publicada por el reverendo James Stanier Clarke y el caballero John McArthur en 1809. Ahí la cuestión se minimiza ya un tanto (pese a reconocer la caballerosa conducta del comandante en jefe español en aquella ocasión). Y no es raro porque esta obra se basa, tal y como dice su subtítulo, en los propios papeles de Nelson y en ellos, la verdad, casi parece que nada pasó en Santa Cruz de Tenerife. Pese a que el fuego español le destrozó el brazo derecho al almirante inglés, que sería amputado por los eficientes cirujanos navales británicos en esa misma ocasión…
Y así, según parece, es como Nelson empieza a difuminarse como figura histórica y, peor aún, como la Historia se difumina a su vez (ya en pleno siglo XXI) con ese astuto escamoteo de pequeños retazos históricos. Como la historia (con minúscula) de cómo perdió su brazo derecho el gran almirante Nelson. Unas biografías demasiado perfectas, demasiado simplistas, que ocultan una Historia con mayúscula. Donde el vencedor de febrero de 1797 se convierte en el perdedor de julio de ese mismo año.
O la Royal Navy del héroe gloriosamente caído en Trafalgar en octubre de 1805, acaba aliándose con sus antiguos enemigos españoles en 1808. Para derrotar, mano a mano, a Napoleón Bonaparte en operaciones donde se combina con tropas españolas para escribir una Historia (¿debemos llamarla pequeña?) que aún hoy, en 2023, parece no encajar en una gran Historia -como la de la Batalla del Cabo San Vicente- que igualmente parece olvidar esos inevitables claroscuros en los que la Historia, sin dejar de ser apasionante e interesante, se aleja -como es su deber profesional- del territorio de la leyenda, el mito, el cuento…