Por Carlos Rilova Jericó
Decía Eugenio D´Ors que en Madrid, a partir de cierta hora vespertina, o das una conferencia o te la dan… Yo me veré, en el primero de los dos casos, a las siete de la tarde (que no a las 8, como decía D´Ors), de este próximo miércoles 11 de diciembre, a causa de una amable invitación -de esas que no se pueden rechazar- que me hizo el historiador donostiarra Pedro Barruso para que hablase de algún tema de Historia vasca en el ciclo que ofrece la Euskal Etxea de la villa y corte.
Esa institución se encuentra en un lugar de Madrid verdaderamente estratégico, históricamente hablando. Entre la calle dedicada al ilustrado Jovellanos y muy cerca de la Carrera de San Jerónimo y la Puerta del Sol donde los madrileños -es decir: gente de todas partes de España- se levantaron en armas un 2 de mayo de 1808 contra el Ejército francés que, de día en día, desde finales de 1807, se revelaba más como una fuerza de ocupación que como el aliado que decía ser.
Nada más apropiado, pues, para el tema que al final elegí para esa conferencia que, como decía el ingenioso D´Ors, voy a dar en una tarde matritense.
La Historia de esas calles de Madrid resume, al fin y al cabo, la Historia de la que yo hablaré en ese ciclo de conferencias. Es la de una España que desde finales del siglo XVII -en contra de lo que habitualmente se piensa- estaba muy al tanto de los asuntos mundiales y asistida y servida por personajes -vascos, entre otros- también muy al tanto de esa cuestión. Y dispuestos a que el país en el que estaba su pasado, su presente y su futuro no dejase de ser la potencia mundial que controlaba vastas áreas planetarias que iban desde Filipinas hasta Cádiz, pasando por el Pacífico, América del Norte y del Sur, el Atlántico y parte de Europa.
Uno de esos vascos era el general y almirante Antonio de Gaztañeta, del que ya he hablado aquí y en otras tribunas. Su papel en todo ese asunto es importante, pues es la prueba, tangible, de que la España de la segunda mitad del siglo XVII, lejos de andar sumida en esa decadencia más o menos inventada por Cánovas del Castillo en el turbio siglo XIX, estaba al día de todos los avances científicos aplicados a mantener, por ejemplo, una flota y una construcción naval envidiada incluso en Inglaterra. Gaztañeta demostraba así, con sus estudios de navegación y de Ingeniería naval, que aquella España, gracias a gentes como él, estaba, sí, en el último tercio del siglo XVII, en cabeza -como poco- de lo que se ha llamado Preilustración.
Una vez asentada así la existencia de esa Preilustración española con timbre vasco surge, acaso, la pregunta de si todo esto fracasó… Como dicen que relejan cuadros como el que Goya dedicó a un melancólico Melchor Gaspar de Jovellanos, retratado como un hombre que se duele -en ese óleo- de no haber conseguido lo que esperaba. Por ejemplo ilustrar, educar, a esa España que él y los demás ilustrados consideraban necesitada de Cultura, de Ciencia, de Luces… Un fracaso también constatado (se dice) por otras pinturas de Goya como la carga de los mamelucos (y dragones) napoleónicos ante la Puerta del Sol el 2 de mayo de 1808, asaltados por una furiosa turba que no piensa, que no razona, sólo acuchilla para no ser acuchillada…
Clichés todos estos que se repiten muy a menudo, desde hace dos siglos por lo menos. Y en medios de difusión masiva. Como el Cine. Coinciden así en ello cineastas tan dispares como Milos Forman o Carlos Saura en “Los fantasmas de Goya” y en la magnífica “Goya en Burdeos”. También lo vemos en novela histórica. Sin ir más lejos en la singular y recomendable “El misterio Razumowski”, publicada este mismo año y escrita, precisamente, por un donostiarra también singular: Martín Llade, periodista bien conocido. Por su voz al menos, pues es quien retransmite desde 2018 el famoso Concierto de Año Nuevo de Viena.
Tanto las películas como la novela de Llade -por sólo citar unos pocos ejemplos- reflejan la España inmediata al Siglo de las Luces, como hundida en un marasmo oscurantista y retrogrado a causa de las destructivas guerras napoleónicas y el regreso de reyes absolutistas como Fernando VII. Ya sea en la propia España como se ve en la película de Forman, en el exilio de afrancesados y liberales en Burdeos como relata Saura, o en el Congreso de Viena en 1814 como cuenta la sugestiva novela de Llade.
No seré yo quien defienda al rey felón, desde luego, como un agente de la Modernidad y la Ilustración (palabra esa que, sin embargo, estuvo muchas veces en su boca). Para eso ya está cierto libro del periodista Luis del Pino que, como era de esperar, levantó mucho revuelo hace unos meses.
Sin embargo si algo tengo que contar este miércoles 11, cuando dé mi conferencia, es que es preciso ver todo eso con mayor perspectiva.
Es cierto, desde luego, que la Razón se durmió en 1808 y engendró monstruos como los que se ven en los “Desastres de la Guerra” de Goya, pero lo que sucedió en España en 1766, o en 1808, o en 1814, no tuvo demasiado de especial. Como dice el mismo Goya a su yo más joven en “Goya en Burdeos”, aquella fue una época siniestra (¿y cuál no lo es? ¿Acaso la nuestra?). Una en la que la Ilustración vasca se desarrolló plenamente y a beneficio de un vasto imperio mundial como el español, pero, por ejemplo, a costa de expulsar a los jesuitas del que sería su cuartel general en Vergara. Todo ello tras un motín alzado contra el muy ilustrado ministro Esquilache. Tanto en aquellas latitudes guipuzcoanas como en Madrid.
La otra cara de esto es que, en ese mismo Siglo de las Luces, toman el relevo de Elcano o de Gaztañeta perfectos ilustrados como otro personaje habitual en las páginas del correo de la Historia: Manuel de Agote y Bonechea. Un James Cook vasco olvidado sólo por los cautos manejos de la corte de Carlos IV y porque la España del siglo XIX era como un niño que estaba empezando a aprender a andar en un mundo más complejo que el del siglo XVIII.
Pero eso no evitará que, finalmente, Agote y otros ilustrados vascos como el astrónomo José Joaquín de Ferrer y Cafranga o Mazarredo, se vean envueltos en un mundo desgarrado por la lucha entre la hija indeseada de la Ilustración -la revolución- y la involución al equívoco lema ilustrado de “Todo para el pueblo pero sin el pueblo” -adoptado por el Bonapartismo- o la vuelta al Absolutismo que, conviene no olvidarlo, fue dictada por la muy ¿avanzada? Europa del Congreso de Viena.
Una lucha en la que pocos logran permanecer más o menos neutrales, como Ferrer y Cafranga, y muchos se verán arrastrados, desde el Siglo de las Luces, a veinticinco años de revolución y guerra que iban a cambiar la faz del Mundo. Como le ocurrió, en efecto, a vascos tan ilustrados como el almirante Mazarredo, que opta por el Bonapartismo, o, en el campo contrario, al capitán Pedro Manuel de Ugartemendia, alumno de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, o al general Gabriel de Mendizabal e Iraeta, nacido en el mismo corazón de la Ilustración vasca en Vergara y sostenedor de la Constitución de 1812.
Todos ellos, todos esos ilustrados vascos, más que fracasar en 1808, se limitaron a actuar en el estrecho margen que les daba esa época siniestra -como se dice en “Goya en Burdeos”- para dar a luz a otra en la que, a través de numerosas convulsiones decimonónicas, iba a triunfar una sociedad que -al menos hasta hoy- ha hecho finalmente suyos los mejores valores tanto de la Ilustración como de esa hija suya, malquerida, que fue la revolución y toda la resaca política, social y económica que trajo tras ella en la que parecía, otra vez, una de las eras más oscuras de la Humanidad…