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Carlos Rilova

El correo de la historia

Historia del empresario santificado. Del Renacimiento al falso San Matías de Huesca

Por Carlos Rilova Jericó

Este jueves pasado en el Telediario de Antena 3 se comentaba una de esas noticias que algunos elegantes llamarían “joco-serias”.

La noticia en concreto hablaba de un empresario hostelero de Aragón, Eduardo Lacasta, que había restaurado la iglesia románica de San Miguel de Latre y, a cambio de ello, se había hecho retratar como San Matías en uno de los frescos restaurados en esa iglesia.

El empresario, tal y como rezaba la noticia, era hombre controvertido que, además de estas veleidades de santidad apócrifa, tenía denuncias diversas por el estado del menú de algún restaurante de su propiedad y por las condiciones en las que había contratado a personal de otros establecimientos suyos. Al parecer inmigrantes y en pésimas condiciones laborales.

Tan poco santo currículum pero, sobre todo, sus veleidades de figurar en la Corte Celestial en un fresco eclesiástico, patrocinado por sus beneficios económicos, me lleva hoy a hablar aquí del asunto desde la Historia, que como veremos -o eso espero- nos ayudará a poner en su justo sitio la bravata artística de Eduardo Lacasta reconvertido en San Matías en las pinturas de San Miguel de Latre .

Realmente las pretensiones de ese falso San Matías parecen una auténtica e inédita barbaridad -como dirían algunos exagerados- pero, revisando siglos pasados, descubrimos que, con algo más de elegancia, hay en la Historia de los frescos pintados en distintas iglesias casos verdaderamente curiosos que casi -pero sólo casi- pueden considerarse similares a las soberbias pretensiones del empresario aragonés.

Uno de ellos es el de San Napoleón, por ejemplo. De él hablaba yo en la sección de “Historias de Gipuzkoa” de este mismo periódico, hace unos meses, el 6 de agosto de 2024. Se trata de un santo bastante apócrifo, prácticamente inventado por Napoleón Bonaparte para, en la medida de lo posible, santificarse en una operación de eso que -en el siglo XX- se ha llamado “culto a la personalidad”.

Sin embargo lo de Eduardo Lacasta, haciéndose representar como San Matías en esos frescos, me recuerda más -salvando muchas distancias, claro está- al caso de la capilla de los Scrovegni. Es ésta un monumento eclesiástico con mucha solera, pues fue terminada de edificar en Padua en el año 1305.

Hablemos un poco de ella antes de ver qué tiene que ver con la rodomontada de Eduardo Lacasta haciéndose retratar como San Matías. Pues en las clases de Historia del Arte esa capilla de los Scrovegni es un punto fundamental cuando se enseña la Historia del Renacimiento.

La capilla Scrovegni, o de la Arena, que también así es llamada, fue, en efecto, uno de los edificios emblemáticos de la transición entre las reminiscencias medievales y góticas y el Renacimiento.

Así, el exterior de la capilla apenas muestra cambios y la conspicua Wikipedia, de hecho, no duda en considerarla de estilo gótico, sin nada que ver, aún, con el Renacimiento.

Su interior, sin embargo, es distinto. Allí se hicieron una serie de frescos que fueron pintados por un valor en alza entonces: Giotto di Bondone. Más conocido como, simplemente, Giotto, y a quien desde los tiempos del que se considera primer historiador del Arte moderno -Vasari- se le describe como el primer pintor renacentista. O, al menos, como al que abre las puertas a eso que, desde mediados del siglo XIX, llamaremos “Renacimiento” gracias a Jakob Burckhardt.

Giotto recibirá el encargo, por parte de la familia Scrovegni, banqueros de la ciudad de Padua, de decorar con diversas pinturas al fresco esa capilla que ellos iban a pagar de su propio bolsillo. Y ahí, lógicamente, es donde viene a converger la bizarra idea de Eduardo Lacasta de hacerse representar como San Matías en la iglesia de San Miguel de Latre, con ese hito de la Historia del Arte.

Así es, porque en uno de los frescos de Giotto se representaba a Enrico degli Scrovegni, el patrón que había pagado esa bella capilla (y los mismos frescos), entregando a los ángeles una maqueta de ese edificio como ofrenda.

Se ha debatido mucho sobre el significado último de esa imagen. A fecha de hoy parece descartarse que la capilla (y lo que contiene) fuera una especie de expiación de Enrico por haber practicado la usura en los préstamos de dinero que le habían hecho rico tanto a él como a su padre Reginaldo.

Se justifica ese punto de vista histórico señalando que Enrico encarga la capilla para servicio de un palacete que se hace construir junto a ella. Con lo cual, en buena lógica, raro sería ofrecer como muestra de arrepentimiento público algo que se iba a usar para fines privados.

Se añade a esto, sin embargo, que Dante condenó, en “La Divina Comedia”, a Reginaldo degli Scrovegni al Séptimo Infierno por esa tendencia a aprovecharse de prestamos usurarios.

En cualquier caso, el fresco de Giotto que representaba a Enrico dejaba bien claro que él -pese a dedicar la capilla a uso personal- la veía como una ofrenda de buena voluntad hacia Dios. A ese respecto uno de los padres de la moderna Sociología, Werner Sombart, contaba algunas cosas interesantes y reveladoras en varias páginas de su obra magna “El burgués”. Por ejemplo que negociantes y banqueros como los Scrovegni estaban interesados, por un lado, en acumular cuanta riqueza terrenal fuera posible pero, por otro, también estaban bastante preocupados por una vida ultraterrena en la que, acaso, podían ser castigados por su ambición.

Parece que Eduardo Lacasta, en su día, oyó ecos de todo esto -o de cómo se permite a los restauradores meter en sus trabajos detalles anacrónicos como el astronauta de la catedral de Salamanca- pero lo debió entender de un modo un tanto confuso desbordando así todos los límites artísticos y, por supuesto, religiosos.

En efecto, no parece que Eduardo Lacasta tuviera suficientes conocimientos de Historia del Arte como para hacerse representar en San Miguel de Latre en el puesto habitual en el que se retrataba a los donantes o mecenas de esta clase de trabajos. O, incluso, a los propios artistas, como el mismo Giotto. Es decir: en un modesto lugar donde casi no se les veía o bien en un discreto plano en el que quedaba claro que habían financiado la iglesia -o capilla- y su decoración y nada más.

Así la Historia, aparte de ayudarnos a ponderar y calibrar mejor una noticia que, aislada y descontextualizada. parece indicar -una vez más- que el mundo se ha vuelto loco antes de ayer, nos da toda una lección de cómo el paso de los siglos acaba cambiando las cosas.

Un paso por los libros de Historia, sí, que nos lleva desde Enrico degli Scrovegni -prestamista renacentista poco escrupuloso que edifica una magnífica capilla con frescos de Giotto-, a un empresario aragonés del siglo XXI que hace uso de la Pintura y las iglesias -setecientos años después- no para pedir redención alguna o mostrarse adecuadamente piadoso, sino para entregarse libérrimamente a esos pecados de soberbia y orgullo y otros por los que Dante, en “La Divina Comedia”, puso en el Séptimo Infierno al padre de Enrico degli Scrovegni.

Esa es pues la solera histórica que rodea a esa noticia peculiar sobre ese no menos peculiar mecenas aragonés, que quiso ser representado en la iglesia que restauró no como un nuevo Enrico degli Scrovegni, sino como todo un santo católico…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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