Por Carlos Rilova Jericó
Como siempre, el gran problema con el correo de la Historia es buscar algún tema del que hablar aquí cada lunes.
Y esta semana, la verdad, más todavía. Las noticias no traían mucha fuente de inspiración, como sí ocurre otras veces. Había pensado hablar del tan comentado -desde el jueves- asunto de la conexión eléctrica de España con Europa, pero, la verdad, ya me empiezo a cansar -y ya lo avisé- de diseccionar las entrañas históricas de los acontecimientos actuales como una especie de arúspice romano tratando de ver el futuro en las entrañas de algún bicho sacrificado a Mercurio.
Desde luego la tal conexión eléctrica española “con Europa” tiene sus entrañas históricas, que se pueden remontar a ahora hace doscientos años, al Congreso de Viena y sus planes para aislar España y convertirla en una anomalía, en un molesto vecino que, sobre todo, no osase reclamar los réditos políticos del prestigio conseguido en la victoria de 1814 sobre Napoleón.
Así, nuestra conexión energética “con Europa”, podría dar mucho que hablar desde el punto de vista histórico. Por ejemplo, que aunque Fernando VII es considerado -y no sin razón- como un mal rey, un felón, un miserable y un traidor, sin embargo, con respecto a esa “larga cambiada” que quisieron dar a España en el Congreso de Viena en 1815, se comportó como un campeón. Él y el hoy, sin casi motivo, denostado embajador Labrador. Ese al que algunos literatos han querido hacer pasar por un perfecto inútil sin leerse antes -por lo visto- documentos fundamentales relativos a esas negociaciones españolas en el Congreso de Viena como los de F. Schoell, publicados en 1816 por la Imprenta Real.
Pero no, aún así, como decía, no quiero entrar a comparar si el actual presidente español va a estar por debajo o por encima de lo que hace doscientos años intentó hacer aquel Fernando VII, capaz de todo porque se respetase a España en el Congreso de Viena, excepto convertirse en rey constitucional. Todo hay que decirlo.
Me limitaré a desear al señor Rajoy Brey mejor suerte que la que Fernando y su embajador tuvieron en 1815, cuando se enfrentaron con Metternich. Pues falta le va a hacer esa buena suerte para acabar con la inercia de aislamiento español creada por el “plan diabólico” que el Congreso de Viena tenía preparado para marginar y ningunear a la España vencedora de Napoleón, que ese plan sí que existió, y ahí están documentos como los de F. Schoell -o estudios como los de nuestra colega Christiana Brennecke- que lo prueban.
Así pues vamos a olvidarnos del tema de la conexión energética de España “con Europa” y la Historia y a hablar desde aquí únicamente de los orígenes históricos de otro de los famosos y coloridos insultos del capitán Haddock.
Hace unas cuantas entregas de este correo de la Historia hablaba aquí de uno de ellos: “bachi-buzuk”. Hoy quiero hablar de otro no menos florido: “zuavo”.
“¿Y qué es, o era, un “zuavo”?”, se preguntarán con toda la razón del Mundo. Pues, sencillamente, como los “bachi-buzuks”, el zuavo era una clase de soldado.
Su origen está bien establecido. Empezaron a aparecer en las filas del Ejército francés entre el fin de la monarquía y el comienzo del Segundo Imperio francés. Esto es, entre 1830 y 1853.
De hecho, los zuavos fueron uno de los cuerpos más emblemáticos de ese Segundo Imperio francés. No hubo aventura de ese que algunos llaman castizamente “Napoleón el chico” (en realidad Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del famoso Napoleón I) en la que no estuvieran presentes.
Fueron a la Guerra de Crimea, a la expedición a México para establecer allí una filial del Imperio francés, estuvieron, por supuesto, en el acto final de ese Segundo Imperio francés en Sedán, en 1870, cuando Alemania puso en marcha su primer plan de conquista de Europa, etc., etc…
De hecho, los zuavos habían gustado tanto en el Ejército francés que se quedaron en sus filas hasta 1962, aunque, como tantas otras cosas, en 1918 empezaron a parecer reliquias obsoletas y se convirtieron en un recuerdo, en una extravagancia que, como muchas otras, sirvió a Hergé, para dar colorido a uno de sus personajes más famosos: el bronco y malhablado capitán Haddock.
Realmente, cuando oímos en boca del capitán Haddock eso de “anacoluto, bebesinsed, ametrallador con babero, zuavo…” seguramente pensamos que un zuavo será alguna especie de animal horrible (¿tal vez un pato con colmillos o algo así?) o un bárbaro al estilo de los vándalos o los ostrogodos…
La realidad es bastante diferente. Los zuavos, como pueden apreciar por una de las imágenes que ilustran este nuevo correo de la Historia, eran, tan sólo, unos soldados vestidos con unos flamantes uniformes de aire vagamente oriental, sobre todo gracias a sus grandes pantalones bombachos de color rojo, discretamente recogidos con polainas blancas, y a sus gorras rojas con borlón dorado.
El aspecto oriental, morisco, de esas vestiduras procede de Argelia. Una de las primeras posesiones imperiales francesas obtenidas por la monarquía Borbón restaurada en 1815.
Los soldados franceses fueron vestidos allí a la napoleónica, en 1830 -poco antes de que Carlos X fuera derrocado por la famosa revolución- pero la recluta entre los nativos dispuestos a ayudar a los franceses -todo imperio tiene sus toltecas, como Hernán Cortés los tuvo en la campaña de México- y las necesidades de adaptar los uniformes a las condiciones extremas de esos escenarios bélicos, llevaron paulatinamente a crear esas unidades que incorporan vestimentas más apropiadas a aquellas latitudes.
Así surgen los zuavos. Sus manuales decían que un zuavo era un soldado nato, conocedor de todo tipo de armas, siempre dispuesto… En definitiva, tropas de choque, de vanguardia. De hecho, dicen algunos especialistas en reconstrucción de vestimenta militar, que los amplios bombachos rojos que los distinguían tanto y tan bien de otras tropas, estaban pensados para que el zuavo pudiera cumplir ciertas funciones de evacuación de aguas menores en las condiciones de combate en emboscada más extremas…
Sea como fuere, lo cierto es que su prestigio era grande y fueron muchos, y muy dispares, los gobiernos que quisieron tener unidades de zuavos en sus filas desde que el Segundo Imperio y sus campañas los popularizan. Así, tuvieron zuavos naciones tan alejadas de esas latitudes ideológicas como el Vaticano -principal víctima de la Italia unida, fiel aliada de la Francia del Segundo Imperio-, los ejércitos norteamericanos de la guerra civil, tanto en el Norte -que tampoco coincidía ideológicamente mucho con el Segundo Imperio francés-, como entre los sureños, que sí eran mucho más afines a las ideas autoritarias de Napoleón III.
También tuvieron zuavos otros admiradores del autoritarismo napoleónico: los carlistas españoles, que, entre 1873 y 1876, levaron tropas de ese tipo. Idénticas en todo a sus originales franceses, a los zuavos pontificios, o a los norteamericanos, salvo en que su calzón era gris, su chaquetilla azul pálido con adornos amarillos y, por supuesto, porque en lugar de bonete o quepis, lucían una hermosa boina blanca…
Eso, en definitiva, es lo que era un “zuavo”. Si el capitán Haddock tenía o no razón en convertirlo en un insulto es ya cosa que deberán decidir ustedes mismos…