La polémica en torno a la actividad de WikiLeaks y la posterior detención de su representante en la tierra, Julian Assange, han desatado el primer gran cibercombate que se produce bajo el reinado de la dinastía 2.0.
El intercambio de golpes se traduce en el cierre de vías de financiación por parte de entidades bancarias y un intensivo ‘hackeo’ de esas páginas por parte activistas Anonymous. Al final, la democracia participativa era esto. La sensación de hacer algo siempre será incomparablemente inferior a la que produce cargarse lo que ha hecho otro.
Internet ha democratizado la censura hasta límites insospechados. Nunca tantos eliminaron tanto. Cuantos pululamos por la red a duras penas estamos a merced de los ‘nativos digitales’, una especie antropófaga y que exhibe un apetito considerable. Hoy te borran el post, mañana te meten una bandera que, con suerte, ni siquiera será pre-constitucional.
En realidad, los conocimientos del ‘hacker’ son admirables y dignos de envidia, más allá de ese punto de pereza que todo aprendizaje despierta. Es más: si de internet hablamos, escribir es un sustitutivo del ‘hackear’. Puedo escribir un post al día pero necesitaría ocho vidas para cepillarme todas las webs que encuentro intolerables.
Julian Assange debe estar tranquilo en su celda. Podrán atrapar su cuerpo en prisión pero jamás enjaularán su alma en un único servidor, dan ganas de proclamar en un arrebato lírico. Qzuiás no debería haberse dejado atrapar vivo. No obstante, una vez que lo ha hecho, que al menos nos aclare si WikiLeaks es antiglobalizador, trabaja para los servicios secretos israelíes o las dos cosas a la vez.
P.D.: si algún lector encuentra en estas líneas algún motivo de discrepancia o algo con lo que no está de acuerdo que sepa que probablemente lo haya escrito otro que, suplantando la identidad del autor, le estará haciendo la (ciber)cama.